Opinión

La temida hora del racionamiento energético

A Europa le llevó un cuarto de siglo configurar su actual estructura energética, por lo que harán falta unos cuantos años para reconfigurarla

  • El presidente de Rusia, Vladímir Putin.

Europa se enfrenta a la que probablemente sea la peor crisis energética desde la posguerra inmediata. El petróleo está por las nubes y el gas escasea. Para colmo de males, Rusia, el principal proveedor de Europa occidental, podría cortar los suministros cuando lo crea conveniente. El escenario, que a principios de año era inimaginable y hace cinco meses improbable, es hoy la principal preocupación de todos los Gobiernos del continente. Tal y como se esperaba allá por el mes de marzo, el Kremlin está empleando el gas como represalia por el apoyo de Europa occidental a Ucrania. Esto ha obligado a muchos países europeos a diseñar planes de emergencia y recurrir a proveedores de respaldo como Noruega o Estados Unidos, que en los últimos meses han aumentado notablemente sus exportaciones de gas a la Unión Europea.

El cierre del Nordstream 1 para labores de mantenimiento esta semana ha reavivado los temores de un corte total. El Nordstream 1 es el único gasoducto que une Rusia directamente con Alemania. Fue en su momento una de las grandes apuestas energéticas de Angela Merkel para sustituir a las centrales nucleares. Entró en servicio, de hecho, en 2011, el mismo en el que el Gobierno alemán decidió prescindir de la energía nuclear. El gas ruso era barato y el suministro fiable. La relación de Merkel con Putin en aquella época era inmejorable y un antiguo canciller, el socialdemócrata Gerhard Schröder, estaba en el consejo de administración de Gazprom. Los alemanes esperaban convertir así a Rusia en un socio comercial confiable. Su economía se recuperaría gracias a la venta de gas y Alemania se beneficiaría de un suministro continuo y a buen precio.

Al Nordstream 1 le siguió años más tarde el Nordstream 2, un gasoducto aún mayor que correría paralelo y que incrementaría los envíos de gas. El acuerdo para el segundo Nordstream se firmó en junio de 2015, un año después de que Rusia se anexionase Crimea. En aquel momento ya no podían decir que Putin fuese un líder pacífico, pero al barco se subieron varias compañías energéticas europeas: la alemana E.ON, la austriaca OMV, la británica Shell y la francesa Engie fundaron junto a Gazprom una sociedad para construir y explotar el nuevo gasoducto. El Nordstream 2 nunca ha llegado a entrar en servicio, pero estuvo a punto de hacerlo el año pasado. Polonia se oponía a él porque conocían bien los riesgos. En Estados Unidos tampoco gustaba y el Congreso aprobó sanciones contra él. Luego todo se precipitó, Rusia invadió Ucrania y sólo entonces fue cuando el canciller alemán decidió no certificarlo. La empresa quebró poco después y hoy el Nordstream 2 es una infraestructura de 9.500 millones de euros abandonada en las profundidades del Báltico.

Aproximadamente el 40% de todo el gas que se quema en Europa proviene de Rusia. En países como Alemania o Austria ese porcentaje es mucho mayor

La historia del Nordstream 2 nos permite hacernos una idea del problema de fondo. A lo largo de las dos últimas décadas Europa en general y Alemania en particular han parido una política energética que nos ha conducido de cabeza a esto. Los errores son varios, pero dos están por encima de los demás. El primero la dependencia del gas ruso. Aproximadamente el 40% de todo el gas que se quema en Europa proviene de Rusia. En países como Alemania o Austria ese porcentaje es mucho mayor.

En origen, depender de Rusia no parecía arriesgado. La Rusia de hace veinte años era un país con infinidad de problemas, pero en lo esencial pacífico y dispuesto a cooperar con sus vecinos. En 2008 eso cambió. Aquel año Putin ordenó la invasión de Georgia para apoderarse de Abjasia y Osetia del Sur, dos regiones del país que hoy son dos repúblicas sin reconocimiento internacional al servicio exclusivo del Kremlin. Desde entonces Georgia es un Estado mutilado. Fue entonces cuando en Bruselas y Berlín debieron sonar las alarmas, pero prefirieron mirar hacia otro lado y tirar para adelante con el primero de los gasoductos bálticos.

Seis años más tarde, en 2014, Putin dio otro paso mucho más arriesgado, decidió mutilar Ucrania invadiendo primero y anexionándose después la península de Crimea. La traca de fin de fiesta fue la guerra en la región ucraniana del Donbás, auspiciada desde Moscú para crear inestabilidad en una Ucrania que le había dado la espalda. En Bruselas agitaron los brazos y mostraron su preocupación, pero nada esencial cambió. Rusia aportaba gas a buen precio y se podía incluso ampliar la capacidad del Nordstream construyendo otro gasoducto paralelo. Tampoco vieron en Alemania la necesidad de construir en la costa una planta de regasificación por si acaso. Construirla iba a costar dinero y apenas se iba a utilizar ya que el gas de metanero es más caro que el de gasoducto.

La preponderancia de Rusia en el mercado del gas es tal que con que disminuya sólo un poco el suministro sus precios se van directos a la estratosfera poniendo en jaque a toda la economía europea

Este pecado de la dependencia rusa, cometido por una mezcla de insensatez y autocomplacencia, ambas tan propias de los líderes europeos, nos han llevado a la situación actual de dependencia absoluta del gas ruso lo importemos o no. La preponderancia de Rusia en el mercado del gas es tal que con que disminuya sólo un poco el suministro sus precios se van directos a la estratosfera poniendo en jaque a toda la economía europea, que es exactamente lo que está ocurriendo ahora.

Pero el pecado original podría haber tenido absolución si, en paralelo a la mejora de la infraestructura gasística con Rusia, los políticos europeos se hubiesen ocupado de tener un respaldo digno de tal nombre. Hicieron lo contrario. Obsesionados con las emisiones de CO2, demonizaron todas las fuentes de energía que no fuesen renovables. Con la excepción de Francia, condenaron al olvido a la energía nuclear y se propusieron cerrar todas las centrales de carbón y fueloil. En los últimos veinte años Europa ha gastado miles de millones de euros, muchos salidos directamente del bolsillo del contribuyente, en construir centrales eólicas y solares. En este tiempo se ha puesto a la cabeza del mundo en capacidad eólica y fotovoltaica, algo que está muy bien porque las renovables son muy útiles en cualquier matriz energética, pero tienen el inconveniente de la intermitencia.

Iban consolándose con el cuento de la lechera del hidrógeno verde y de presuntas baterías gigantes que almacenarían el excedente renovable para consumirlo cuando no soplase el viento o no luciese el sol

Las renovables, que pueden llegar a ser muy eficientes si se dan las condiciones meteorológicas adecuadas, necesitan un respaldo. Ese respaldo iba a ser el gas natural proveniente de Rusia. Entretanto, iban consolándose con el cuento de la lechera del hidrógeno verde y de presuntas baterías gigantes que almacenarían el excedente renovable para consumirlo cuando no soplase el viento o no luciese el sol. Esas baterías, que quizá en el futuro sean algo tangible, son hoy ciencia ficción y cuando estén disponibles seguramente haya que importarlas de China como los paneles solares que tapizan buena parte de la geografía europea.

El resultado final después de veinte años de negligencias y cálculos erróneos es que el continente se expone a una posibilidad cierta de quedarse sin electricidad este mismo invierno. Putin puede cortar el gas cuando le venga en gana porque tiene la llave de paso. Para él supondría un coste, sin duda, pero ante la disyuntiva de ganar la guerra en Ucrania y prescindir de los ingresos que le reporta la venta de gas a Europa escogerá lo primero porque de ello depende su permanencia en el poder.

Queda la opción de desvincularse del gas ruso, que es en lo que están ahora, pero no será ni fácil ni rápido. Será un proceso largo y doloroso que nos mantendrá atrapados en una espiral endemoniada de escasez, precios altos y racionamientos. A Europa le llevó un cuarto de siglo configurar su actual estructura energética, por lo que harán falta unos cuantos años para reconfigurarla. El gas puede traerse del norte de África por gasoducto o en barco desde otras partes del mundo. Eso requiere nuevas terminales para procesar ese gas y nuevos gasoductos. Eso por no hablar de que no abunda precisamente el gas en el mercado mundial. La demanda es alta en Asia y en América, que compiten a brazo partido elevando los precios.

Entretanto, si anteponen el suministro y el bienestar de los ciudadanos a otras consideraciones ideológicas, pueden ir desde ya olvidándose de la ambiciosa y poco realista agenda medioambiental europea. Tendrán que volver a confiar en la energía nuclear y reabrir centrales de carbón que ya habían sido retiradas. Deberán hacer, en definitiva, lo que ha hecho Polonia desde hace años, que ha ido de forma paulatina disminuyendo su consumo de carbón con la incorporación de parques eólicos, algunas centrales de ciclo combinado y, en los últimos años, parques solares. Los polacos no han hecho experimentos con algo tan importante como la energía.

La Unión Europea puede almacenar 95.000 millones de metros cúbicos de gas. El mes pasado la Comisión impuso la obligación de llenar los depósitos al 80% antes del 1 de noviembre

Por ahora y como medidas de urgencia sólo queda incrementar el almacenamiento de gas, tratar de diversificar el origen de las importaciones, apelar a que se gaste menos y, llegado el momento, racionar el recurso. Lo prioritario en estos momentos es el almacenamiento. La Unión Europea puede almacenar 95.000 millones de metros cúbicos de gas. El mes pasado la Comisión impuso la obligación de llenar los depósitos al 80% antes del 1 de noviembre ya que el año pasado muchos operadores los dejaron medio vacíos porque se negaban a comprar gas ruso a precio inflado.

Pero no hay un sistema de reserva europeo. Hay países con más capacidad que otros. Con los depósitos llenos al 100%, los alemanes sólo podrían mantener el suministro durante 88 días, los españoles 34 y los belgas 16. Números propios de una economía de guerra, que eso y no otra cosa es a lo que nos dirigimos este invierno.

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