Opinión

Lejía

Basta darse una vuelta por la prensa extranjera para darse cuenta de que el plan español es muy parecido al italiano o al francés

  • El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en una rueda de prensa en la Casa Blanca.

Esto empieza a aflojar, como no podía ser de otra manera. Hay quien dice que el virus no deja de mutar “a peor” (a peor para él, me imagino) y que cada vez tiene menos letalidad, pero entre tal maremágnum de bulos, manipulaciones, invenciones en redes sociales y sandeces de todo tipo como estamos aguantando desde hace ya tanto tiempo, quién sabe ya distinguir lo cierto de las buenas intenciones. O de las malas. O de las peores.

Esto empieza a aflojar –la pandemia, me refiero– gracias a la sensatez, el sacrificio y la unidad de la inmensa mayoría de los ciudadanos, que todavía no sabemos cómo vamos a salir de esta. Porque el golpe a nuestro modo y a nuestros medios de vida ha sido, y va a seguir siendo, terrible. No sabemos aún cuándo volveremos a la situación anterior, a nuestra vida de antes, que ahora añoramos como se añora la felicidad, el amor que se fue, los buenos días perdidos que decía Antonio Gala, aunque cuando teníamos todo eso no nos dábamos cuenta de que era tan hermoso.

Un plan que a nadie le gusta porque para entenderlo hay que saber álgebra, o estrategia según Clausewitz, o ser un hacha jugando al Risk

Esto empieza a aflojar; no en todas partes igual ni a la misma velocidad, como ha sucedido con todas las tragedias que hemos vivido o que hemos llegado a conocer en los libros de historia. Pero empieza a aflojar. Tenemos por delante un plan de “desescalamiento” al que lo primero que le falla es el nombre: yo tengo la sensación de que no estamos bajando de ninguna cumbre sino saliendo de un pozo muy negro, pero en realidad eso es lo de menos. Un plan que a nadie le gusta mucho porque para entenderlo hay que saber álgebra, o estrategia según Clausewitz, o ser un hacha jugando al Risk, juego difícil.

Esto empezará a aflojar mediante un plan en cinco fases (que no son cinco sino cuatro además de la “fase cero”: manda güebos, que habría dicho el señor Trillo) que ha cabreado mucho a quienes ya estaban cabreados de antes, o fácilmente propensos al “cabreamiento” o la “cabreación”. Y que también ha hecho rechinar los dientes a muchos que no estábamos cabreados sino resignados, los que llevamos ya ni se sabe las semanas saliendo a la ventana para aplaudir a las ocho sin meternos con nadie. No acabamos de entender cómo van a abrir los hoteles antes que los restaurantes o antes de que la gente pueda viajar tranquilamente, ni que haya que esperar a la fase 3 para ir ir a ver a nuestros familiares y amigos (encuentros en la tercera fase), ni cómo se podrá hacer cola ante la puerta de los bares para tomarnos una caña con mascarilla, guantes, de uno en uno y separados por dos metros, imagino que mirándonos de reojo unos a otros con cierta compasión, como se hace en los controles de seguridad de los aeropuertos. Ni cómo puede ser que vuelvan a funcionar los dentistas antes de que abran los laboratorios de prótesis dental (eso le está pasando a mi familia) ni cómo será posible ir a misa antes que a un concierto ni cientos de ejemplos más.

Pero esto empieza a aflojar y basta darse una vuelta por la prensa extranjera para concluir que el plan del gobierno español, que tantísimo ha enfadado a los que ya estaban previamente enfadados con el gobierno español, se parece mucho, en lo esencial, al plan del gobierno italiano y al del gobierno francés, por poner solo dos ejemplos; países en los que la pandemia también empieza a aflojar, o eso parece, en unas zonas o regiones más que en otras. De lo cual cabe deducir que, si los planes son parecidos, es comprensible que los cabreos también lo sean… aunque no logro encontrar en la prensa italiana, ni en la francesa ni en la belga ni en ninguna otra, casos tan chuscos como el de los cantamañanas de nuestra Falange, que se han puesto el traje y han ido al Juzgado para protestar porque no les dejan manifestarse. Es decir, que querían salir en el periódico. Bueno, hombre, bueno. Pues lo han conseguido.

El Reino Unido tuvo su primer contagio más o menos al mismo tiempo que España pero que empezó a tomarse en serio la epidemia cuando se contagió el primer ministro, Boris Johnson: ahora se nota.

Cuando escribo estas líneas, jueves por la mañana, el Reino Unido ha superado a España en la terrible clasificación del número de muertos atribuidos con certeza al putovirus, y es de temer que Francia lo haya hecho también cuando ustedes lean esto. Francia, que tuvo su primer infectado el 24 de enero (fue el primer país de Europa al que llegó el bicho; en España se presentó seis días después) y que se ha batido contra la epidemia con todas sus fuerzas, pero con menor éxito, según las cifras de muertos, que nosotros. Y el Reino Unido, que tuvo su primer contagio más o menos al mismo tiempo que España pero que solo pareció empezar a tomarse en serio la epidemia cuando se contagió el primer ministro, Boris Johnson: ahora se nota.

Quienes piensan que nuestro Sánchez es, en la gestión de la epidemia, “la mezcla de todos los males sin mezcla de bien alguno”, que era como se definía el infierno en el catecismo que yo estudié de niño (el del padre Jerónimo de Ripalda, fallecido en 1618); quienes lo denuestan día tras día con la misma furia indochina con que otros tratan de hacer pasar sus errores y simplezas por virtudes, mediten qué dirían si les hubiese tocado vivir en Brasil, donde el virus está completamente desatado, su presidente (el evangelista y neofascista Bolsonaro) se ríe de él, dice que los muertos diarios “ya estaban muertos antes” y, cuando le hablan del número diario de fallecidos, contesta así: “¿Y qué quiere que haga yo? Soy Mesías, pero no hago milagros”. ¿Se imaginan la que se liaría aquí si a Sánchez, a sus obras y a sus pompas, se le ocurriese decir algo así?

El virus de los chinos

Pero lo del otro es peor. Estados Unidos fue, junto con Francia, el primer país del mundo al que llegó el virus, aparte de los de extremo oriente. El martes, 28 de abril, después de tres meses de epidemia, EE UU superó –repito: en apenas tres meses– la cifra de muertos que sufrió durante toda la guerra del Vietnam, que duró quince años: 58.000 fallecidos. Y más de un millón de contagiados, la tercera parte de los que, de momento, hay en el mundo. Y Fox News, la cadena populista de extrema derecha que hizo presidente a Trump y que es la que ese individuo ve día y noche, sigue repitiendo a diario que lo del virus es mentira, que es un invento “de los chinos”, y que el gobierno no es quién para impedirle a nadie salir de casa o hacer lo que le dé la gana.

Más aún: Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, dijo en una rueda de prensa que la solución, en su docta opinión, estaba en que la gente se inyectase desinfectante, porque está claro que el desinfectante mata el virus. Y se quedó tan ancho. Los miembros de su gobierno y su equipo de dirección sanitaria no sabían ya si cortarse las venas o dejárselas largas, pero lo vio todo el mundo. Los casos de intoxicación por desinfectante ingerido o inyectado aumentaron vertiginosamente, porque hay millones de personas en ese país que prefieren creer lo que dice ese inmenso mentecato antes que a los médicos (de nuevo: Fox News), pero, como sin duda ustedes ya saben, ese sujeto sigue siendo el presidente de Estados Unidos, no han metido en la cárcel ni lo han detenido; ni siquiera le han hecho la prueba de alcoholemia, que es lo mínimo que se podría esperar. Imagínense ustedes que eso sucediese aquí. Imagínenselo. ¿Qué diríamos?

Yo, lo siento mucho, prefiero –se lo juro– vivir en España y padecer cada día a Sánchez, ese canalla, ese torpe, ese improvisador, ese impresentable, ese ser odioso y vomitivo que además seguro que padece podobromhidrosis (¡esto es lo que el Gobierno no quiere que sepas!), antes que ser norteamericano y tener a Trump revoloteando todo el día sobre mi cabeza como un avión sin piloto y cargado de lejía, que no sabes dónde se va a estrellar. Tampoco me importaría ahora mismo vivir en la Francia de Macron o en la Italia de Conte, o en Noruega o Islandia o Dinamarca. Prefiero sin duda un gobierno que se equivoque tanto como el nuestro –y aunque se equivocase diez veces más– que un gobierno cuyo presidente debería estar encerrado, como están los locos y la gente peligrosa para la vida de los demás.

Pero, ya les digo, esto empieza a aflojar. Ya veremos cómo y cuánto tarda, pero afloja. Y no les quito más tiempo. Sigan ustedes dando voces, que es algo que une mucho, ¿verdad?

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