Opinión

El otro monarca emérito

Tenemos un emérito de Estado con el que el Estado no sabe muy bien qué hacer, esperando a que la parca solucione el enrevesado laberinto en el que él y sólo él se ha metido. Por segunda vez en nuestra reciente historia -la primera fue

  • El expresidente del Gobierno Felipe González. EFE / Juan Carlos Hidalgo.

Tenemos un emérito de Estado con el que el Estado no sabe muy bien qué hacer, esperando a que la parca solucione el enrevesado laberinto en el que él y sólo él se ha metido. Por segunda vez en nuestra reciente historia -la primera fue con Franco- la sociedad está esperando a que la naturaleza cumpla su cometido y nos alivie de tomar una decisión que complicaría aún más esa excrecencia que ha ido tomando cuerpo ante el pasmo general y la complicidad de un puñado de enterados. Recién nos desvela el antaño ministro de las Escuchas y del Ejército y de todo lo que no sabemos pero intuimos, Narcís Serra, que hizo todo lo que le vino en gana ilegalmente para “proteger”, dice él desvergonzadamente, al hoy emérito rey Juan Carlos. Los mecanismos para adecentar los desmanes del pasado son inescrutables.

Ahora nos ha crecido otro emérito de Estado. El concepto de “emérito”, procedencia latina, se aplicaba a los soldados veteranos del ejército romano cuando se retiraban a la vida común tras un pasado triunfal, o al menos eso creían ellos. El caso de nuestro nuevo emérito Felipe González es singular, porque conforme han ido pasando los años ha ido emergiendo un halo de caudillo victorioso y su gloria abarca desde la derecha que le negó el pan y la sal –“Felipillo”, le apodaban- hasta los nuevos cucañeros que le escuchan como al abuelo de todas las batallas. Pero lo curioso es que su categoría de emérito la haya ganado tras pasar una travesía del desierto -llena de oasis- que le ha convertido en superviviente de su propio partido.

Felipe González en su papel de emérito de estado ha estado soberbio -de soberbia, no de grandeza- en el aniversario de los 40 años de su conquista democrática del poder

Vivimos en un país donde todo el mundo se muestra audaz y temerario en el desvelamiento del pasado de los demás, pero poco escrupuloso a la hora de observar el suyo. Incluso se alcanza a ponerle límites a la memoria. Unos hasta 1975 y la muerte del Caudillo, otros 1978 y la Constitución, otros 1983 para que le toque de refilón su parte al PSOE oscuro. Felipe González en su papel de emérito de estado ha estado soberbio -de soberbia, no de grandeza- en el aniversario de los 40 años de su conquista democrática del poder. Nada que reprocharle, es lo que toca. Convertirse en telonero de Pedro Sánchez no es ningún demérito sino una obligación de las circunstancias. Las cosas han virado de tal manera que “o Sánchez o nada”, y él sabe mejor que nadie lo que es la nada institucional.

Dicho sea en su honor, es el único presidente de gobierno que fue capaz de autorretratarse en cada una de sus etapas políticas: Isidoro en la ilegalidad; jugador de billar durante su período de poder absoluto; cuidador de bonsáis en la decadencia y, ya retirado, respetable jarrón chino

En un momento de guerra de banderías, su discurso de Sevilla en el aniversario de octubre del 82, ha sido acogido con benevolencia por todos. Incluso los más temerarios anticonstitucionales mantuvieron un clamoroso silencio. Fue su consagración como emérito y lo sorprendente es que dejó, como bolas de billar a punto de entrar en el agujero, algunas ideas para el bronce; otras para quedarse con la mirada fija, como si se tratara de bonsáis. Es sabido que el billar primero y los bonsáis luego fueron dos de las inclinaciones del presidente González antes de pasar a jarrón chino. Dicho sea en su honor, es el único presidente de gobierno que fue capaz de autorretratarse en cada una de sus etapas políticas: Isidoro en la ilegalidad; jugador de billar durante su período de poder absoluto; cuidador de bonsáis en la decadencia y, ya retirado, respetable jarrón chino. Las clasificaciones son suyas.

No hay que tomarlo en su sentido literal sino más bien como un sarcasmo salido del almacén chino de antigüedades, cuando proclamó: “la verdad es lo que la gente cree que es verdad”. Juega a su favor la experiencia, porque pocos como él consiguieron hacer creer a la gente que era verdad lo que la evidencia demostraba incierto. No voy a hacer la lista porque no cabría en un artículo, pero basta con recordar cómo sus verdades variaban conforme sus necesidades políticas cambiaban. Es inevitable en política. En eso consiste la diferencia entre un jugador de billar y un trilero.

Ninguna piedad hacia el vencido si el que lo derrotaste fuiste tú mismo. No está escrito en el guion de gobernante. De ahí que llame la atención la tan benévola como torpe elegía de los comentaristas en su referencia a Alfonso Guerra. Criticó, aseguran, la ausencia de su compañero. El ronzal de Pedro Sánchez les impide darse cuenta del terreno que pisan. Vuelvan a leerlo o a escucharlo. ¡Qué retorcido desdén el suyo! “Ese personaje singular que levantaba mi mano en la ventana del Palace…me hubiera gustado que estuviera aquí”. No hace falta un curso de filología, ni de lectura de textos, ni siquiera de psicología profunda. “Ese personaje singular”. ¿Acaso eso fue Alfonso Guerra? Su compadre en el sentido más mexicano del término, casi siciliano, el constructor de su partido, su vicepresidente, su fiel escudero mientras fue imprescindible, convertido ahora en “personaje singular”. Y por si fuera poco, “el que sostenía mi mano en la ventana”. Un sirviente del César era quien tenía por misión sostener la corona de laurel que decoraba su cabeza.

Se puede ser más explícito pero no más cruel. Mis escasas simpatías, digo mejor, mi animadversión hacia Alfonso Guerra no puede ocultar un sentimiento embarazoso de humillación compartida hacia ese taciturno derrotado que tiende a hablar en modo oráculo de Delfos: frases para interpretar.

A Alfonso Guerra debemos una de las querencias más ridículas de nuestros líderes políticos, la de mostrarnos una esquina de su inanidad cultural

A Alfonso Guerra debemos una de las querencias más ridículas de nuestros líderes políticos, la de mostrarnos una esquina de su inanidad cultural. Al menos él sí leía, pero los demás se contagiaron de las formas y así un buen día nos enteramos que Felipe González iba a compaginar sus vacaciones estivales con la lectura del “Bomarzo” de Múgica Láinez, que Aznar se complacía con el Manuel Azaña más desconsolado de “la velada en Benicarló”, que Zapatero se adentraba en el republicanismo teórico de Philip Pettit. Rajoy rompió por una vez la costumbre postinera y se limitó al diario “Marca”. Los asesores de los líderes son presurosos y frívolos, lo que lleva a que Feijoo hable de “1984” sin tener ni somera idea de George Orwell o que Sánchez se apoye en el estro poético, que tan poco le va, recitando supuestamente a Blas de Otero con unos versos de Jaime Gil de Biedma. La cultura instrumental es un material de bisutería innecesario para un personal al que le gusta los pases de modelo. Esa es la postrera victoria política de Alfonso Guerra, que ha dejado huella más allá de la mano que sostenía al líder en una ventana del Hotel Palace hacia 1982.

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