Opinión

El peligroso negocio de la gordofobia

Cada vez que oigo alguien dice que quiere “dar visibilidad” o, lo que es peor, “visibilizar” su problema, me llevo la mano a la pistola.

Antiguamente, de la caridad se encargaban la Iglesia y las señoras bien. Y un día al año los niños sal

Cada vez que oigo alguien dice que quiere “dar visibilidad” o, lo que es peor, “visibilizar” su problema, me llevo la mano a la pistola.

Antiguamente, de la caridad se encargaban la Iglesia y las señoras bien. Y un día al año los niños salíamos a postular con nuestras huchas del Domund. También había mesas petitorias contra el cáncer, y recuerdo las pegatinas que llevaban en las solapas del abrigo quienes habían dado algo para la Cruz Roja. Pero, desde hace algunas décadas, el altruismo se ha profesionalizado tanto que ahora se llama Tercer Sector. Y aunque sigue existiendo el voluntariado, ayudar a los otros se ha convertido en un medio de ganarse la vida que se aprende en la universidad y que se desarrolla como funcionario o estando en nómina de una —mal llamada— oenegé.

Algunas de estas se han convertido en verdaderos imperios cuyo funcionamiento no difiere gran cosa del de las grandes compañías industriales. Consiguen fondos de subvenciones, socios, empresas, donantes, eventos y merchandising—camisetas, bolsas, tazas, incluso libros y películas—; tienen miles de empleados —según Plataforma de ONG de acción social, en 2022 había 528.000 personas remuneradas—, y se presentan a concursos públicos en los que salen a subasta servicios de carácter social. Cabría preguntarse por qué, teniendo un ejército de 2.731.117 funcionarios —cuatrocientos y pico mil más que hace unos años— se subcontrata la caridad con organizaciones externas. Por qué, después de tantos años de políticas progresistas —independientemente de quién gobierne— y de los muchísimos millones destinados a oenegés, cada vez hay que dedicar más dinero a asistencia social, hecho del que siempre presumen socialistas y sumandos. Sin embargo, si la asociación Estado-ONG fuera beneficiosa para la sociedad y solucionara algún problema, esas partidas se irían reduciendo a medida que dejaran de ser necesarias. Pero, ah, amigos, entonces nuestro dinero dejaría de fluir hacia las redes clientelares de los partidos, que también meten ahí sus tentáculos. ¿Quién licita los concursos y concede las subvenciones? Pues eso.

La filantropía es un bucle sin fin del que come mucha gente; la mayoría, mujeres. Y así, la última actividad de “justicia social” que llega a nuestras pantallas es la lucha contra la 'gordofobia'

El problema es que, como en el Estado del Bienestar nadie se muere de hambre, no hay suficientes “vulnerables” para todos; de modo que hemos ido abriendo el abanico a todo tipo de activismos: mujeres, minorías étnicas, LGTBIQ+… ¡Pero si hasta hemos puesto Salvamento Marítimo al servicio de Óscar Camps, el de Open Arms, para que siga llenando España e Italia de inmigrantes ilegales! Ilegales que, a su vez, justificarán la existencia de otras muchas oenegés: la filantropía es un bucle sin fin del que come mucha gente; la mayoría, mujeres. Y así, la última actividad de “justicia social” que llega a nuestras pantallas es la lucha contra la gordofobia.

Cuando estábamos acostumbrándonos a llamar Elizabeth a los líderes feministas vestidos de mujer, llega una profesora que imparte Violencia estética en el máster en Género y Comunicación de la UAB —increíble, pero cierto— a denunciar en una entrevista que la gordofobia comienza en la consulta del médico. Sospechaba que el tema me iba a dar para un artículo, pero la confirmación llegó de la mano de Tess Hache, técnica en igualdad de género, perspectiva cuir y activismo gordo —yo sólo copio lo que pone en su Instagram—. El victimismo reduce la identidad del individuo a una sola palabra, en este caso, “gorda”; señala a los culpables de que esa persona se sienta diferente a los demás: “Con el discurso de la salud se justifica la violencia hacia nuestras identidades gordas”; se mueve entre paradojas —la sociedad nos odia por ser gordas/gorda no es insulto—, crea un lenguaje ininteligible que deja fuera a los no adeptos y, finalmente, pide una subvención.

Por supuesto, defiendo que cada uno es libre de vivir —o matarse— como quiera sin sufrir escarnio. Pero no veo bien destinar dinero público a que incluso las patologías tengan un chiringuito desde el que hacer proselitismo. ¿Pagaríamos a una anoréxica para que nos convenciera de que la llamemos gorda? Pues esto es igual: gente con un peligroso trastorno de la conducta alimentaria, exigiendo que despatologicemos su enfermedad y cobrando, además, por ello. Sandra Gonfaus da clase en una universidad pública y, además, imparte talleres sobre Género y Gordofobia en cooperativas y oenegés subvencionadas. Tess hace más o menos lo mismo —aunque desde una perspectiva queer — en asociaciones, institutos y colegios bajo el paraguas de Sexus, un programa desarrollado por la oenegé Bienestar y Desarrollo. Que a su vez está financiada por capital privado, ayuntamientos catalanes —también el de Madrid e incluso la comunidad de Ayuso— y, lo más soprendente: por Agencia de Salut Pública de Barcelona, Servei Catala de la Salut, Ministerio de Sanidad, Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. Es decir, quienes deberían velar por la salud pública, subvencionan el proselitismo de los trastornos de la conducta alimentaria. Pero luego no hay dinero para los enfermos de ELA.

Y ahora les dejo, que quiero dar visibilidad a la fumadorfobia de mi neumólogo. Quiero lograr la despatologización de la enfermedad pulmonar que me he ganado fumando; a ver si así consigo una subvención, un puesto en una universidad o algo. (Calvos, pensad la calvofobia).

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