No es casual que quienes consagraron la frase “Actuar primero, pensar después” fuesen precisamente los fascistas italianos. El aforismo fue adaptado por los hombres de Vichy, a la sazón también fascistas, en el lema “Parler c’est rien, agir c’est tôut”. Esta es, simplificando, la consigna que quienes gobiernan el mundo y utilizan ora el capitalismo, ora el comunismo, ora el fascismo, para mantenernos enfrentados y rotos como humanidad emplean a fondo. Todo el mundo debe hacer algo además de trabajar ocupando el tiempo, sin dejar resquicio a nada más, y se nos exhorta hasta la extenuación a esa acción -siempre banal, lúdica, sin carga ideológica y, por tanto, inofensiva para el sistema- constante. En redes como TikTok se eleva a la enésima potencia este axioma.
Gente que baila, va en bicicleta, corre, salta, hace payasadas, come, se fotografía en sitios, todo es pura acción, todo es postureo ad nauseam, todo es hacer sin que, en realidad, se haga nada. Porque la acción jamás podrá suplir al pensamiento, del mismo modo que las piernas no equivalen al cerebro.
La consecuencia de no pensar es la estupidez y la decadencia de Occidente es que ya no produce filósofos porque a nadie le importa la reflexión
Esto explica el desmedido y psicológicamente nefasto culto a la imagen y al cuerpo, es decir, al envoltorio, a la cáscara, al continente. Como ni mente ni alma pueden exhibirse todo se reduce a la materia, lo corpóreo, que sin el èlan vital que nace de la reflexión se queda en nada. Somos un rebaño planetario en el que las ovejas se empeñan en competir por ver quién es más hermosa, robusta o divertida mientras que los lobos han entrado en el redil. Las primeras no saben lo que hacen, los segundos tienen perfectamente claro su objetivo. Llegados a este punto diré que comprendo al depredador y desprecio a sus víctimas que, pudiendo evitar tal condición, viven felices, ignorantes y estúpidas. La consecuencia de no pensar es la estupidez y la decadencia de Occidente es que ya no produce filósofos porque a nadie le importa la reflexión. No se piensa más que en el aquí y el ahora, reduciendo al ser humano a una condición de animal no pensante, ajeno a su devenir y centrado en sus necesidades vitales.
Debido a ese estado general de cosas los que intentamos pensar más allá de tópicos, clichés, consignas, vulgaridades y demás placebos sociales somos mal vistos por nuestros contemporáneos. Excuso decirles si, además, expresamos nuestras ideas en público. Eso que ahora llaman “cultura de la cancelación” y que siempre se ha denominado censura, ostracismo y muerte civil, se activa por parte de los encargados del poder, esos seres grises y ratoniles que suelen llevar el inventario de quién aplaude al jefe y si lo hace con entusiasmo o de manera tibia. Son los comisarios políticos de unas ideas que jamás serán propias, los mandarines como bautizó el gran Gregorio Morán, los arlinquins tal y como los llamaba Curnonsky.
Ellos te hacen comprender que pensar, máxime cuando los tiempos son revueltos, es mal negocio y lo mejor es buscar amparo bajo este o aquel señor feudal, seguir a la mesnada aunque se pase el día dando vueltas en círculo, decir poco, adular mucho y dar gracias a la dádiva que te entrega tu señor por haberte vendido el alma. Pero aquí debo detenerme, porque en estos asuntos del librepensamiento muchos dicen “Yo diría lo mismo que usted, pero comprenderá que hay que ganarse la vida”, como si uno fuese millonario y lo tuviera todo pagado. Ante tal razonamiento servidor puede comprender que, humanamente, se calle por interés, lucro o pura y simple maldad. Pero no me pidan que comparta lo que de vil, cobarde y rastrero comporta tal cosa.
Hay panes que saben amargos y cadenas que pesan horriblemente. Mejor pensar de forma libre y honesta, aunque sea en soledad, pasando penurias y ninguneado por el rebaño, que ser devorado por lobos que, encima, piensan que eres imbécil.