Opinión

El perdón se pide

En la larga y apasionante ceremonia de Iniciación en la Masonería hay un momento –hay muchos– especialmente intenso. Está cien veces en Internet, no revelo ningún secreto místico. Al candidato,

En la larga y apasionante ceremonia de Iniciación en la Masonería hay un momento –hay muchos– especialmente intenso. Está cien veces en Internet, no revelo ningún secreto místico. Al candidato, que no sabe qué ni quiénes le rodean, se le pregunta qué hará si, cuando pueda verlos, reconoce entre los presentes a algún enemigo suyo, alguien con quien se lleve mal. ¿Estaría dispuesto a olvidar el pasado y a perdonar? En ese trance, todos y todas hemos dicho siempre que sí. En todos estos años no recuerdo una sola excepción.

Pero ese pasaje, que constituye el primer y decisivo paso en lo que llamamos Fraternidad, es motivo de muchas reflexiones posteriores. ¿Qué es el perdón? ¿Es lo mismo que el olvido? ¿Se puede dar lo uno sin lo otro? ¿Qué hace falta para perdonar? O, por decirlo con más claridad, ¿qué tienes que hacer para que te perdonen?

Antes o después, al cabo de muchas vueltas y sutilezas, casi todos acabamos concluyendo que el perdón es algo que depende de la voluntad del que perdona (no como el olvido, que solo obedece a la memoria), pero que precisa de una condición inexcusable: hay que pedirlo. Es, creo yo, imposible perdonar a quien no quiere ser perdonado, a quien se siente ufano del mal que hizo, a quien no te pide que le perdones. Es muy difícil vivir con un odio o con un rencor a cuestas, porque eso te envenena. Pero perdonar a quien sabes –porque te lo está diciendo– que volvería a hacerte lo que te hizo se me antoja imposible.

Las sutilezas sobre si el informe del Supremo es preceptivo, vinculante, perifrástico o prosopográfico, ¿qué son sino devaneos? ¿Qué son sino verduras de las eras?

Pero en estos días no estamos hablando de perdón sino de indulto a los presos sediciosos del llamado procés, término que Fernando Fernán Gómez definió mejor que nadie cuando escribió El viaje a ninguna parte. No es lo mismo perdón que indulto, diga lo que diga la Real Academia Española. Y tampoco estamos hablando de derecho. Eso da igual. Las sutilezas sobre si el informe del Supremo es preceptivo, vinculante, perifrástico o prosopográfico, ¿qué son sino devaneos? ¿Qué son sino verduras de las eras? Ganas de perder el tiempo. Letrados tiene la Santa Madre Moncloa que sabrán encontrar los necesarios agujeros semánticos en la ley, que siempre los tiene, para esquivar lo que la ley quiere decir y retorcerle el pescuezo hasta que parezca que dice lo contrario. Ni que fuera la primera vez.

Lo que prepara el Gobierno con los sediciosos es una decisión política. Pura y dura. Nada más. Y ¿por qué quiere el gobierno poner en la calle a los sediciosos, vamos a ver?

La primera respuesta que acude a la mente es obvia: está pagando un peaje. Este Gobierno de equilibristas se mantiene en el alambre gracias, entre otros, al apoyo de los nacionalistas de izquierda (pero eso es un oxímoron como la copa de un pino) catalanes, los de ERC, así que, o me sueltas a los próceres, o te vas para casa, Pedrín.

Pero eso es subestimar al Gobierno. No son tan simples. Yo estoy convencido de que hay algo más. Y la razón profunda, a mi entender, está en lo que decíamos antes del perdón: es un contrasentido inútil perdonar a quien no quiere ser perdonado ni lo pide. Pero… ¿es de verdad inútil? En este caso, como en otros que registra la historia, quizá no tanto.

Autogobierno o independencia

Los próceres del procès se parecen todos mucho, pero los separatistas catalanes no son todos iguales ni mucho menos. Ahora mismo está de acuerdo con la secesión algo más del 45% de los ciudadanos de Cataluña. Pero muchos de ellos votaron, en un tiempo no demasiado lejano, al PSC, incluso a CiU (hombres honrados, como Pujol y su sagrada famiglia) cuando estos decían que lo que buscaban no era la independencia sino el autogobierno. El color del independentismo es de una intensidad muy variada. No hay 3,4 millones de catalanes dispuestos a quemar las calles o a tomar al asalto el Palacio de Invierno. Ni los hay ni los va a haber nunca.

La independencia es como Glenn Close en la película Las amistades peligrosas: un amor no consumado que, precisamente por no serlo, se vuelve obsesivo, ideal, un sueño perfecto, motivo de perpetuo priapismo emocional para John Malkovich: este encarna a los indepes más radicales. Estos nunca cambiarán hasta que no se lleven a la chica a la cama y se den cuenta de que, en realidad, no era para tanto ni mucho menos. Pero como eso no va a ocurrir, los soñadores enceguecidos y priápicos seguirán siéndolo seguramente hasta que se mueran de viejos, y continuarán alimentándose de sus sueños, sus interpretaciones (por llamarlas de alguna manera) de la realidad, sus himnos, sus símbolos y sus mártires. Porque eso es verdad: no hay mejor leña para el fuego patriótico que los mártires.

Es muy probable que otros partidarios del secesionismo, seguramente muchísimos más y con claridad menos priápicos patrióticamente, dirán: caramba, pues no era para tanto

Y ahí está el asunto. Porque los presos sediciosos del procès no son exactamente próceres: son mártires que están en la cárcel, que padecen persecución por causa de Glenn Close. Ahora bien, ¿son mártires para todos? Yo creo que no. Tan solo para los epígonos de John Malkovich. Si el Estado español, opresor, invasor, fascista, ladrón y podobromhidrósico perdido, libera a los presos, ¿qué pasará? Pues que los Malkovich enamorados, que son muchos, lo tomarán como una victoria, un paso más en el camino hacia las dulces sábanas de Glenn Close. Pero es muy probable que otros partidarios del secesionismo, seguramente muchísimos más y con claridad menos priápicos patrióticamente, dirán: caramba, pues no era para tanto, ¿eh? El Estado español no será tan perverso cuando suelta a los señores estos. Y tampoco pasa nada.

Tejero, en la cárcel, era un símbolo. En la calle, no es más que un anacronismo. Por eso el Gobierno de Felipe González permitió que saliese; por eso y porque ya tenía derecho al tercer grado penitenciario, ya que nunca fue indultado. Los condenados del procès, en prisión, son mártires. En la calle, para muchos catalanes, se convertirán en peatones o en simples políticos. Por eso los radicales indepes no quieren el indulto a los presos. Porque muchos de sus seguidores empezarán a pensar que a lo mejor el “Estado español” no es tan monstruosos como los otros no dejan de repetir, sino una democracia que no tiene miedo, pero tampoco crueldad ni ansia de venganza. Comprenderán que no son “el enemigo”. Estarán dejando a los radicales sin motivos, sin argumentos, sin símbolos, sin mártires. Y el fuego decrecerá.

Esa es, creo yo, la verdadera razón de que el Gobierno de Sánchez se proponga indultar (ya veremos cómo) a los supuestos mártires. Intenta sobrevivir, eso está claro. Pero sobre todo intenta quitarle leña al fuego. Otra cosa es que le salga bien.

Yo me lo pensaría dos veces antes de ir a la plaza de Colón a dar voces contra esto del indulto. Porque eso es exactamente lo que necesitan ahora mismo los indepes radicales: un enemigo. Gente airada (como ellos) llamándoles de todo (como hacen ellos). Si se trata de reducir los apoyos al independentismo, lo de Colón es una barbaridad. Ahora bien, si se trata de azuzar a la gente contra Sánchez para sacarlo de ahí como sea, es posible que eso les ayude. Pero entonces estaríamos hablando de otra cosa: del poder, por ejemplo. No de España.

En cualquier caso, pronto veremos los resultados. Y quizá alguien tenga que pedir perdón. Porque el perdón hay que pedirlo. Si no, ni es perdón ni sirve para maldita la cosa.

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