No recuerdo yo -veterano con casi 50 años de oficio- un período democrático donde escribir fuera asomarse a la trinchera para disparar al enemigo. Como se trataba de adversarios era infrecuente lanzarse a publicar con el ánimo de que no se hacían prisioneros. Por supuesto que habíamos salido del franquismo y quedaban restos muy llamativos tanto durante la presidencia de Adolfo Suárez como tras la arrolladora victoria del PSOE en octubre de 1982. Fueron estos dos períodos los que alimentaron el guerracivilismo que se había logrado desterrar en la ciudadanía, o casi. Criticar al Suárez presidente era como amenazar al establishment; desde los edecanes de la recién estrenada Moncloa hasta Santiago Carrillo consideraban que había que escribir para bien del mando y el que lo hiciera críticamente no merecía vivir en España, ¡al destierro! (Así me lo gritó un columnista que luego se trasladó al abrevadero socialista) La crítica al poder era un ejercicio reaccionario. ¿Les suena?
Con el PSOE arrebatado de 1982 se instalaron formas versallescas; es decir, la de la nobleza de los líderes y la servidumbre de los plumillas bien remunerados, eso que hacen ahora Pilar Rahola en el catalanismo y Almudena Grandes con los amigos que le abonan el césped a la familia; ella en Pasionaria de la prosa estilo alfalfa y su esposo poeta funcionario en la emulación del Alberti lacayuno. Fue entonces cuando Felipe González inventó la Bodeguilla en las cuevas monclovitas, donde se reunían para escuchar al compañero líder desbrozando el mundo que se le presentaba ancho y cercano. Los sacristanes periodísticos no cotizaban en nómina, o al menos no de forma legal, porque me viene a la memoria los seis que trabajaban para el Ministerio de Educación que el entonces ministro Maravall echó a la calle, de los que ni él ni nadie dio sus nombres -nada más anónimo que un periodista emboscado, al que según el dicho de que perro no come perro nadie desenmascara- pero que el astifino Maravall sustituyó por otros seis, o quizá más, de los que tampoco tenemos memoria.
Jirones del recuerdo en un país donde se denomina maestros del periodismo a auténticos vientres de alquiler paridores de engendros. ¡Oh, el gran González Ruano, confidente nazi en Francia y vendedor de pasaportes robados! ¡Qué pluma! Nadie mentía con tanta brillantez. Sus memorias, Medio siglo se confiesa a medias, merecerían más que un comentario. Mitos de nuestra miseria gremial, los Fernández Armesto, Fernández Asís, Bartolomé Mostaza, Pedro Rodríguez y Pilar Sub-Urbano, y otros olvidados o desconocidos de las nuevas generaciones periodísticas que tantas marrullerías hubieran aprendido de ellos, al menos para no repetirlas. Porque el poder pasa, pero la miseria deja huellas, y el franquismo fue letal para el periodismo después de un primer tercio del siglo XX que constituyó un vergel de valor y creatividad; hoy polvo de hemerotecas.
No es extraño que la ola de fanatismo identitario en Cataluña llegara apenas terminada la era de Pujol. Nadie, ni Suárez, ni González, ni Aznar alcanzaron cotas tan altas de dominio sobre los medios de comunicación catalanes como entonces. Tenían un monopolio televisivo y la adhesión entusiasta del gremio informativo. Todo bien regado de fondos públicos con descaro y su punto de alevosía. A mí me costó el despido de La Vanguardia, avalado por la agrupación de redactores y la complicidad del Colegio de Periodistas. Fue el momento culminante que abrió el control absoluto de una inquisición supuestamente política pero que encubría sus beneficios económicos. ¡Oh, preclaras mentes analíticas como Enric Juliana o Josep Ramoneda, defensores acérrimos de la libertad de expresión propia y del silencio de los diferentes! Pasaron del nacionalismo de pequeñoburgueses a emolumentos de gargantas profundas, de las covachuelas de Convergencia al apoyo radical, tras dar tarascadas a derecha e izquierda en la búsqueda de un butrón. El último salto fue circense, de jalear los pasillos de la postconvergencia o el radicalismo palabrero de la CUP, a prepararse para el viaje a Madrid, orto y ocaso de toda vocación catalana de montañero social.
Las masas catalanistas han pasado de conservadoras a propiamente fascistas, de verdad, de los que añoran un líder, un pueblo y un destino"
Aquí, en Cataluña, todo fue de prisa, de prisa. No se puede dejar que el tiempo ayude a madurar; los frutos de invernadero exigen velocidad para ocupar los espacios libres. Ya habrá ocasión para hablar de Manolo Castells, el hombre que fue capaz de seducir a Santiago Carrillo y al Conde de Godó. Un mérito. Lo cierto es que los linchamientos mediáticos, las censuras patrióticas, el periodismo de trincheras no fue obra de Vox sino de la extrema derecha catalana, la que hegemonizó el territorio. Esa que el presidente Sánchez durante su etapa “en funciones” representó en el president Torra, el Le Pen catalán, decía. Todo va tan de prisa que las palabras ni siquiera llegan al suelo para hacerse firmes. Todo es efímero, y quien hoy apunta desde su trinchera con ánimo de hacerte desaparecer nunca sabes a qué banda pertenece. Las masas catalanistas han pasado de conservadoras a propiamente fascistas, de verdad, de los que añoran un líder, un pueblo y un destino. Quizá por el temor a ser desenmascarados han metido en el baúl de sus abuelos el viejo trabuco carlista. Fíjense que son los únicos que pueden dar patentes de ciudadanía.
Y ahí entramos en el corazón del asunto. El debate promiscuo sobre la judicialización de la política es una patochada en defensa propia si antes no nos referimos a la politización de la delincuencia. En Cataluña hay muchos miles de ciudadanos que se sintieron carne de destierro cuando se declaró la Independencia de los ocho segundos. Las identidades tienen su propia dinámica y comienzan en manipulación de élites para seguir luego con la masificación del castigo. Nada más cómico para alguien que viva en Cataluña y sufra el acoso de la cotidianeidad catalanista que escuchar al independentismo referirse a la represión que sufren. Un descaro al viejo estilo.
Atención al periodismo de trincheras porque significa que los adversarios pasamos a ser enemigos. Ocurre como con los nombramientos tan envenenados como útiles del presidente Sánchez. Cuando sirve de argumento decir que fiscales a la manera de Dolores Delgado ya los hizo la UCD de Suárez y el PP de Aznar y Rajoy, estamos ante la prueba evidente de que aquí nadie ha venido a cambiar nada fundamental. Sólo a cumplir su propia ambición.
Cada vez que oigo el elogio de Andreotti y su aforismo de que el poder deteriora sobre todo a quien no lo tiene, pienso que vivimos en difíciles tiempos para la decencia: cuando los modelos políticos se toman de los buitres.