“No somos creadores de historia. Somos producto de la historia.” Martin Luther King.
Avanzaba el año 1654 cuando el hijo mayor de los once de William Colston, Edward, entraba con 18 años de aprendiz en la Worshipful Company of Mercers, el gremio mercantil más antiguo de Londres. Seguía una tradición familiar que se hundía cerca de cuatro siglos de una vinculación permanente al Bristol en el que nació y al comercio. Allí aprendió el oficio, para finalmente establecerse por su cuenta. Organizó sus rutas inicialmente con España, Portugal e Italia, para dedicarse al comercio de tela, aceite, vino, jerez y fruta, con las que se enriqueció. A Colston se le atribuye la fundación de casas de beneficencia en Bristol, la donación de importantes sumas a la Escuela del Hospital Queen Elizabeth, entre otras muchas, o la fundación en 1710 del Colston's Hospital, el internado para cien niños que, tras su muerte en 1721, pasó a ser administrado por la Society of Merchant Venturers con el dinero que dejó Colston para su mantenimiento.
Esa filantropía con su ciudad natal le hizo enormemente popular, y durante doscientos años fue venerado y conmemorado. Su compromiso con Bristol guió siempre sus obras de beneficencia. Tanto, que la ciudad llegó a significarlo como "el mayor ejemplo de liberalidad cristiana que ha producido nuestro tiempo, tanto por la amplitud de sus obras de caridad como por la regulación prudente de ellas". Ochenta años después de su muerte, fue descrito como "el gran benefactor de la ciudad de Bristol, que, en vida, gastó más de 70.000 libras en instituciones de caridad". De sus esfuerzos nacieron, entre otras, las sociedades Dolphin, Grateful y Anchor, que son, probablemente, las organizaciones filantrópicas más activas y continuas de la ciudad. En la actualidad, las tres Sociedades centran sus esfuerzos en la población de mayor edad, y recaudan fondos que superan las 250.000 libras mediante el esfuerzo del presidente de cada una de ellas y de sus equipos. Con ello, financian iniciativas para personas mayores y necesitadas de la ciudad.
Tráfico de esclavos
La historia de Edward Colston es la historia de Bristol, la historia del Imperio Británico. Cuando cumplió los 44, siendo ya muy rico, se unió a la Royal Africa Company de Londres, en la que permaneció durante once años y en la que llegó a alcanzar el puesto de vicegobernador. La empresa se dedicaba, bajo monopolio, al tráfico de esclavos entre África y América, algo que, por muy legal que fuese entonces, y por mucha promoción que tuviese por los gobiernos de todos los países europeos, hoy nos produce repugnancia y desprecio. Pasaron más de 100 años desde la muerte de Colston hasta que el tráfico de esclavos fuese finalmente abolido en 1833.
Evidentemente, insisto de nuevo, el comercio de personas es una actividad despreciable. Que fuese legal no significa que fuese moralmente aceptable. Podría pensar el lector que, aplicando esta línea argumental, aparentemente comprensiva con el pasado, podría llegar a justificarse el genocidio del Congo a manos de Leopoldo II, el armenio a manos de los turcos, la Shoah o el Holodomor. Nada más lejos de la realidad. No se trata de justificar la actividad, sino de establecerla en un contexto histórico. Y el de la Europa del siglo XVII es radicalmente distinto del de la del XX, a poco más de una generación de distancia.
No se conocen protestas a favor de aquellos que siguen viviendo en régimen de semi esclavitud, como ocurre en los países del Golfo, ni movimientos en pro de los sudafricanos blancos
El movimiento 'Black Lives Matter' ha vuelto a aprovechar el asesinato de George Floyd a manos del, entonces, policía Derek Chauvin de Minneapolis para salir a la calle, como suele ocurrir cada cuatro años, coincidiendo con las elecciones presidenciales norteamericanas. Esta vez, el movimiento se ha amplificado por distintos lugares del mundo, especialmente en las democracias europeas. No se conocen protestas a favor de aquellos que siguen viviendo en régimen de semi esclavitud, como ocurre en los países del Golfo, ni movimientos en pro de los sudafricanos blancos, ni se han dado hacia las minorías étnicas que, como los uigures en China o los rohingyas en Myanmar, son sistemáticamente perseguidas por sus gobiernos. El asesinato de George Floyd nos debe recordar la importancia de la vida humana. Diariamente, en muchas partes del mundo, miles de George Floyds mueren a manos de muchos Dereks Chauvins, y muchos de ellos comparten color de piel.
Se ha convertido en norma pedir perdón por ser blanco; por el descubrimiento y conquista de América, mientras se olvidan las barbaridades de una de las civilizaciones más crueles de la historia, la maya. Perdón también por la ausencia de personajes negros en Friends, mientras HBO retira de su catálogo Lo que el viento se llevó, una de las mejores películas de la historia, “por perpetuar estereotipos racistas.” Netflix y la BBC se escudan en el blackface (los blancos con caras negras) que aparece en algunos capítulos de Little Britain para, también, ejercer la censura sobre ella. Esta misma semana, trescientos años después de la muerte de Colston, una de sus estatuas conmemorativas fue derribada y lanzada al río de su ciudad natal.
Pedir perdón
Nadie puede dudar de la brutalidad del acto policial, que le costará al autor bastante más que la expulsión del cuerpo. Como tampoco parece razonable establecer una causa general contra la Historia de la humanidad, eso que tantos pretenden ahora, evaluando con los parámetros actuales hechos que ocurrieron en el pasado. Hemos aprendido, hemos cambiado como sociedad, nuestros valores han evolucionado, y la conciencia del respeto al otro es la norma en Occidente. Eso es, precisamente, lo que debemos salvaguardar. Porque no existe ninguna sociedad más garantista de los derechos individuales que la nuestra, la occidental. Poner en duda nuestros valores, linchar a quien piensa distinto, perseguir al disidente y criminalizar la historia, borrándola como si no hubiese existido, es la garantía de la destrucción de la democracia.
Y hago mías las palabras de Mike O’Meara, el jefe del sindicato de policía de Nueva York. Yo no soy Derek Chauvin, y no tengo que pedir perdón a nadie, ni besarle los pies. Cuando descuelguen Las Señoritas de Avignon de las paredes del MoMa por idealizar la prostitución, alguien sonreirá, más allá del río Moscova. El trabajo se lo habremos hecho nosotros.