A estas alturas y después de quince días de monotema podríamos decir que algo se ha ido de las manos a ambos lados del Atlántico. George Floyd fue asesinado por la policía de Minneapolis el día 25 de mayo, es decir, hace ya casi tres semanas. Si en ese momento nos dicen que a mediados de junio íbamos a ver como se llenaba la Puerta del Sol de Madrid, la Piazza del Popolo de Roma o que la estatua de Churchill junto al parlamento británico iba a ser vandalizada por gente que protesta por el asesinato de Floyd no lo hubiésemos creído.
Tampoco podemos culparnos por ello. Minneapolis es una ciudad secundaria en EEUU. Por población conforma la decimosexta área metropolitana del país, muy por debajo de las grandes urbes de la costa este como Nueva York o Washington, de las de los Grandes Lagos como Chicago, de las californianas como Los Ángeles o San Francisco e incluso de las texanas como Dallas o Houston. Es una ciudad estadounidense de provincias a 7.000 kilómetros de Europa, de ahí que nos lleguen muy pocas noticias de esa ciudad. Es tan remota y subalterna que pocos son los europeos que podrían situarla correctamente en el mapa.
Lo que sucedió el día 25 de mayo es grave, sin duda, pero no deja de ser una historia local que debió saldarse con el arresto de los agentes de la policía local que provocaron la muerte de Floyd. Sería inconcebible que cada vez que un policía cometa un abuso en Minneapolis, en Phoenix o en San Luis se convoquen manifestaciones en medio mundo. También lo seria que si un detenido por la policía de Londres o de Ámsterdam muere víctima de la actuación policial se convoquen manifestaciones en Seattle o en Atlanta.
Los problemas de Europa
El tema es que esto ha superado con mucho la protesta por el asesinato en sí y se ha convertido en una gigantesca operación política sustentada sobre el activismo callejero. En EEUU puede llegar a entenderse porque hay elecciones en noviembre y los demócratas no tienen ni mucho menos todas consigo. Joe Biden es un candidato flojo y su partido lo sabe, así que no les pareció mala idea valerse del caso Floyd y sobredimensionarlo para retomar la calle, activar a su electorado y, ya de paso, desgastar a Donald Trump.
Pero, ¿y en Europa? Aquí no gobierna Trump, al contrario, es el villano predilecto de todos los líderes del continente. Tampoco hay elecciones cerca y Europa tiene otros problemas mucho más acuciantes como superar la crisis sanitaria provocada por el coronavirus, enfrentar la crisis económica subsiguiente o, por centrarse en conflictos enquistados desde hace tiempo, dar salida al Brexit y resolver los innumerables apuros que atraviesa la nomenclatura de Bruselas en infinidad de asuntos como inmigración, terrorismo o el futuro del mismo proyecto europeo. Pero inesperadamente lo que ha llenado las calles de manifestantes es una noticia local de Minneapolis. Y cuando digo que las ha llenado, es que lo ha hecho, y no de una manera amistosa ni festiva.
Más delito aún tienen las pintadas sobre la estatua de Abraham Lincoln, responsable del acta de emancipación, que sufrió igualmente las iras de los manifestantes. En estos detalles se conoce que no repararon
En Bruselas vandalizaron el monumento a Leopoldo II, en Londres el vandalizado fue Winston Churchill, en cuyo pedestal un airado manifestante escribió “was a racist” con un aerosol. Leopoldo II, que reinó entre 1865 y 1909, fue un imperialista implacable y un acreditado racista, pero Churchill si por algo pasó a la historia fue por resistir con gran determinación al Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial. Más delito aún tienen las pintadas sobre la estatua de Abraham Lincoln, responsable del acta de emancipación, que sufrió igualmente las iras de los manifestantes. En estos detalles se conoce que no repararon, tal vez porque los desconozcan.
Tampoco lo hicieron los de Berlín cuando cubrieron la placa de la calle Mohrenstrasse (calle de los moros) para poner en su lugar “George Floyd Strasse”. La calle Mohrenstrasse se llama así desde 1707, al parecer porque un príncipe prusiano de tiempos de Federico I trajo unos esclavos de África y los puso a trabajar en su palacete. Aquello debió llamar la atención de los berlineses de hace tres siglos y con ese nombre se quedó. En Madrid tenemos la plaza de la puerta de moros en La Latina, que en la Edad Media daba acceso a la morería y de ahí tomó el nombre que es de origen popular, acuñado a pie de calle, como todos los nombres de las calles en los centros históricos de las ciudades. Me pregunto si habrá que cambiar también el nombre a esta plaza o retirar inmediatamente la estatua de Octavio Augusto que hay delante de la muralla de Zaragoza. Fue colocada ahí a modo de homenaje por haber fundado la ciudad en el año 14 a.C. Además de eso Augusto conquistó el norte de la península a sangre y fuego y fue un esclavista contumaz, los coleccionaba por millares. Eso sí, como buen romano no hacía distinción de razas entre ellos.
Se calcula que hay unas cuarenta millones de personas en el mundo que permanecen esclavizadas, pero ninguna de ellas está en Europa, tampoco en Norteamérica, están en el Sahel
La historia, como vemos, está llena de matices que no se pueden aplanar. Las manifestaciones de estos días en Europa van encaminadas precisamente a eso denunciando el racismo y el colonialismo, fenómenos ambos del pasado hoy ya completamente superados por las sociedades europeas. Las últimas colonias dejaron de serlo hace más de medio siglo y el racismo es algo más lejano aún. En ninguna parte de Europa existe legislación racista o discriminación racial de ningún tipo desde la guerra mundial.
La lacra del esclavismo, sin embargo, no ha desaparecido del todo. Se calcula que hay unas cuarenta millones de personas en el mundo que permanecen esclavizadas, pero ninguna de ellas está en Europa, tampoco en Norteamérica. La mayor parte de los esclavos de nuestros días se encuentra en países del Sahel como Mauritania, Níger, Chad o Sudán. Harían bien los manifestantes antirracistas en dirigir su ira contra los gobernantes de estos países y no contra la estatua de Churchill o la placa de una calle en Berlín que se llama así desde hace más de trescientos años.
Todos de rodillas
Pero es que quizá esto tampoco vaya de racismo, ni de colonialismo, ni siquiera de esclavismo. Quizá sea otra cosa distinta que en Europa nos cuenta entender porque, como decía antes, aquí no gobierna Trump. Lo suyo es posiblemente un antirracismo instrumental. Tal vez deberíamos mirar a ciertos movimientos de extrema izquierda que emplean esto del racismo para adueñarse de la calle y poner a las élites europeas, ahítas de corrección política y presas de una profunda crisis de identidad, sobre sus rodillas. Esto último lo han conseguido de manera literal. El espectáculo que han dado algunos líderes occidentales como el del inefable Justin Trudeau arrodillándose ante no se sabe bien qué, oscila entre el ridículo y la vergüenza ajena. Nadie debe arrodillarse ante nadie. Es absurdo e irracional responsabilizar y pedir cuentas a toda la población de ascendencia europea del planeta por lo que hicieron sus antepasados o, peor aún, por lo que hizo un policía local de Minnesota llamado Derek Chauvin del que nadie tenía la más mínima referencia hasta hace un par de semanas.
Algo así carece de sentido y cualquier persona en sus cabales lo entiende. Uno es responsable de sus actos y de nada más, no de lo que hagan los de su mismo sexo, su misma nacionalidad o su misma raza. De lo contrario estaríamos cayendo en el racismo más abyecto, aquel que condena a todo un grupo por lo que hizo uno de ellos extendiendo ese mal a todos los demás. Los que están promoviendo y alentando todo este movimiento deberían pararse y reflexionarlo ya que en las formas de su denuncia se están acusando ellos mismos.