Jorge Bergoglio ha puesto el dedo en la llega. Descartamos infinidad de cosas porque solo buscamos la utilidad. Materialismo fungible, tiempo líquido y no pensar. Es el paradigma del momento. Si algo no es útil, según los parámetros actuales, hay que enviarlo a la papelera. El Papa hablaba de esto a propósito de los ancianos. Yo añadiría también a los enfermos, a los pobres, a los colectivos que molestan al poder, a los pensadores incómodos para el sistema. Incluso, ¿por qué no?, a quienes se manifiestan críticos con la política del Sumo Pontífice. ¿No eres útil? Pues fuera. Claro está que la pregunta es quién decide qué es y qué no es útil y si debemos medir a los seres humanos por esa utilidad.
Si fuera así, cosa más que discutible, la mayoría de políticos quedarían descartados, no por inútiles, que también, sino por perjudiciales. Ni que decir tiene que los periodistas pasaríamos por una criba que se nos llevaría a la mayoría por delante. Lo mismo en el mundo de la cultura, si esto que tenemos hoy es digno de llamarse así, en el del pensamiento o en cualquier actividad que ustedes quieran. No, no creo que se deba elegir entre el descarte o la permanencia en función de si eres útil o no porque, caso de ser así, los tornillos de rosca, las alcayatas o el hormigón armado tendrían mucha más importancia que un poeta. Y eso, jamás.
Díganme clásico, pero modestamente sostengo que lo realmente útil en sociedad es la bondad. No la productividad, término que en economía puede estar muy bien pero que aplicado a la esencia del alma humana deviene en monstruoso. Esa productividad de la que hablo debe contemplarse bajo el prisma de la ética, de la moral, de lo que algún cursi denominaría como comportamiento solidario. En fin, ustedes ya me entienden. Pero los valores que se han apoderado de esta Europa cobarde, anémica, dispuesta a pagar lo que sea con tal de mantenerse en su falsa opulencia, apoyan y benefician que se descarten personas u opiniones simplemente porque a la cábala de turno le parecen irritantes. Es el signo de la decadencia moral e intelectual del viejo continente.
Todo al contenedor, señores, que llegan los modernos pensadores para llenarnos el edificio de cosas inútiles, en ocasiones monstruosas, fingiendo que nos son imprescindibles
Hay que hacer sitio a tanta falacia, a tanta nueva normalidad, a tanto dogma impuesto por las agendas mundialistas que debemos tirar a la basura todo el mobiliario que hasta ahora nos había sido, aquí sí, tan útil. El sillón de la razón, la mesa de la Eucaristía, la lámpara de la ciencia, la almohada de la moral, todo al contenedor, señores, que llegan los modernos pensadores para llenarnos el edificio de cosas inútiles, en ocasiones monstruosas, fingiendo que nos son imprescindibles. ¡Metan en la trituradora de papel los libros de latín, de griego, de matemáticas, de religión, de historia, de biología, que con ellos haremos pulpa de papel para los libros que nosotros escribiremos!
Es una sociedad de descartes, efectivamente, que va mucho más allá de la referencia a los colectivos humanos que no compran las últimas marcas de ropa ni escuchan los últimos hits de no sé qué piernas. Es la sociedad que, por anciana, es sabia, frente a una falsa juventud bovina, crédula, sin más norte ni ideal que acabar saliendo en un programa cualquiera de casquería, a ver si acaban de pareja de algún famosillo tan pobre diablo como ellos. Es la dictadura del pañal repleto de caca, la de la rabieta porque toca bañarse o irse a acostar. Con esos mimbres se está construyendo el futuro y, lógicamente, con heces y rabietas pueden ustedes imaginarse la que se nos viene encima.
Es terrible. Vivimos descartando lo imprescindible y elevando al pedestal de lo básico a la nada. Descartes. Descartes suicidas.