Alguien escribió esta semana un tuit que en dos líneas resumía el conflicto del taxi mejor que un discurso de mil de palabras: “Comerciantes barceloneses bloquean mañana la Gran Vía para que la Generalitat obligue a los clientes de Amazon a hacer sus pedidos con un año de antelación”. Porque resulta que la Generalidad que dice presidir el indescriptible Torra se ha entregado sin lucha, se ha rendido a las exigencias del taxi con el entusiasmo con el que los fuera de la ley aceptan las ocurrencias de cualquier trasgresor del orden establecido: los usuarios que en Barcelona quieran coger un vehículo VTC tendrán la obligación de contratar el servicio al menos con una hora de antelación. Semejante astracanada ha sido asumida de inmediato por la alcaldesa de la antaño llamada Ciudad Condal, esa señora que tiene por tarjeta de presentación ser “pobre y bisexual” y que esta semana nos obsequiaba con una frase que resume su dimensión intelectual y, quizá, psíquica: “Barcelona no es una ciudad insegura, pero tiene un problema específico de seguridad”.
Sensación de abandono en el ciudadano de a pie. De vacío de autoridad, de pozo tan profundo como el agujero por el que cayó el pobre niño Julen. Sentimiento de que todo está manga por hombro. Millones de españoles asisten hoy perplejos al quebrantamiento de la ley por parte de gremios o grupos de interés con fuerza bastante para intimidar al supuesto depositario legal del Poder y con capacidad de movilización suficiente para paralizar una gran ciudad y hacer la vida imposible a los ciudadanos. El Gobierno central, el autonómico y el municipal se lavan las manos, mientras tratan de endosarse la responsabilidad de impedir las tropelías de los huelguistas. Podría valer el título del viejo western “Dodge, ciudad sin Ley”. “España, país sin ley”, aunque más adecuado sería decir “España, país donde no se cumple la ley”, porque leyes hay y a pares, montones de leyes, pero nadie las cumple y, lo que es peor, nadie las hace cumplir, sin una autoridad capaz de asumir la responsabilidad inherente al cargo.
En Lawless (Sin ley), el clan Bondurant (Tom Hardy, Shia LaBeouf y Jason Clarke) se establece en una zona de Virginia y edifica su propio negocio de venta de alcohol durante la llamada ley seca. La película de John Hillcoat narra la sangrienta lucha de los Bondurant con otras bandas de gánsteres que, más modernas, incluso más crueles, con nueva tecnología en el destilado, empiezan a amenazar su monopolio en el contrabando de licor. Con todos acaba el representante de la Ley, un sicópata que interpreta Guy Pearce. Nuestros Bondurant son esos taxistas que bloquean Barcelona o, desde el recinto del Ifema, amenazan ahora con quemar Madrid si las Administraciones no se avienen a garantizar su monopolio en el transporte de viajeros. Lockout patronal como una catedral, que no huelga del taxi, o vuelta a la sociedad de gremios. Intento de mantener un monopolio por la fuerza sobre la base de una clientela cautiva. “Peseto Loco” et al, gente que se siente fuerte para amenazar la libertad de todos en el país desencuadernado que hoy es España.
Nuestros Bondurant son esos taxistas que bloquean Barcelona o, desde el recinto del Ifema, amenazan ahora con quemar Madrid si las Administraciones no se avienen a garantizar su monopolio en el transporte de viajeros
El Gobierno pasó la pelota de la regulación del taxi a las Comunidades Autónomas (Sánchez sopesa ahora pasarles también la patata caliente de reconocer a Juan Guaidó como presidente de Venezuela), en lugar de asumir la responsabilidad de liberalizar el mercado y servir a los intereses generales. Nada que ver con la descentralización administrativa, sino con el miedo a usar el monopolio de la violencia legítima que el Estado pone en sus manos contra quienes amenazan la libre competencia y el derecho de los ciudadanos a elegir el medio de transporte que más les plazca. Pánico, en suma, a tomar decisiones impopulares, ellos que viven enfrascados en absurdas operaciones de imagen destinadas a afianzar el retrato buenista del pobre diablo que padecemos por presidente. Con el problema añadido de que un Gobierno regional, y no digamos ya local, es mucho más sensible a coerción y las presiones violentas de un colectivo como el de los taxis. Cobardía infinita e irresponsabilidad suma.
Garrido y Carmena también quieren rendirse
Como la Generalidad catalana, también la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid están dispuestos a rendirse ante los dueños de licencias de taxi. Porque ese es el meollo del conflicto: los propietarios de licencias de taxi que a su vez son sueños de licencias de VTC, y cuya pretensión no es que desaparezcan las citadas VTC sino plataformas como Uber y Cabyfy. La mitad de los taxistas son asalariados que poco o nada tienen que ganar en esta guerra y cuyas condiciones de vida mejorarían en un sector liberalizado. En el otro extremo, el taxista que acaba de adquirir una licencia a precio prohibitivo, digamos que 100.000 euros, seguramente hipotecándose, y que está dispuesto a todo con tal de defender su renta. Pues bien, Ángel Garrido y Manuela Carmena han tenido la ideica de regular las VTC exigiendo que el vehículo esté a una distancia mínima de 300 metros del potencial cliente. A este esperpento reñido con todo vestigio de racionalidad lo han llamado “precontratación espacial”. Para darle más emoción a la cosa, la distancia exacta deberá ser concretada por cada municipio. Como era de prever, los taxistas encastillados en Ifema han dedicado a Garrido y Carmena una sonora pedorreta.
Semejante idea-engendro solo cabe en un país efectivamente sin ley, con criterios de autoridad inexistentes y con el regulador “capturado” (elegante manera de decir corrompido) por grupos de presión o gremios violentos dispuestos a hacer prevalecer sus intereses por la fuerza. Como ahora ocurre con los taxis, como antes con los estibadores y como siempre con los controladores aéreos. Episodios de esta clase vienen a poner de relieve las deficiencias de una economía que sigue estando intervenida en muchos de sus vectores, poco o nada liberalizada y propicia a la existencia de esos grupos con poder suficiente para imponer sus criterios contra el interés general. Taxis, estibadores, controladores, pero también telecomunicaciones, eléctricas, constructoras, sectores que dependen de la tarifa que regula el Gobierno de turno y que gravan el bolsillo del consumidor, sin olvidar la pelea de los horarios comerciales o la liberalización de los servicios profesionales, por no hablar de farmacias, estancos, notarios o registradores de la propiedad. Barreras de entrada al mercado. Obstáculos a la libre competencia.