Bien podía decir Unamuno que el ser humano muere de frío y no de oscuridad. El frío atenaza nuestro corazón, nuestra alma, nuestros pensamientos y nos envuelve en un manto de hielo del que no podemos escapar. El momento presente es justamente así, carente del más mínimo calor humano, de la calidez de sonrisas y abrazos. La pandemia nos privó de ese tónico vital para continuar viviendo - ¡qué listos son los que gobiernan el mundo y cuánta maldad hay en ellos! – y nos dejó anémicos de amor y fraternidad. Nos acostumbramos a vernos en la lejanía, ese punto en el que prójimo y delirios pueden entremezclarse diabólicamente porque no hay manera de efectuar comprobación empírica alguna.
Desde hace dos años hemos vivido en un autismo emocional absoluto y la impiedad, pareja con el egoísmo del sobreviviente, nos predispuso a este invierno político y social. Primero, te quitan las emociones; segundo, te quitan todo lo demás. Lo peor es que ni te enteras, ignorante de que, sin la capacidad de sentir, nos convertimos en carne sin alma. Nada nos afecta más allá de nuestro propia circunferencia, escasa y limitada. El dolor de los demás nos resulta, como mucho, incómodo. Y nadie es consciente de que se ha apoderado de su cuerpo el insidioso viento gélido de la indiferencia, de la amoralidad, del estoicismo cobarde.
La humanidad, singularmente occidente, vive su peor momento desde hace mucho, pero la frialdad con el que es acogido por la masa es pavorosa. Vemos el temporal de nieve que azota Ucrania pero no vemos, al carecer de los ojos que solo brinda el corazón, el que hace lo propio con nuestras instituciones, con nuestros políticos, con nuestros dirigentes, con nuestra sociedad. Caminamos indiferentes entre las ventiscas que produce el desinterés, cuando no la insana aprobación, hacia quienes gobiernan desde la más profunda de las maldades.
La pandemia nos privó de ese tónico vital para continuar viviendo, ¡qué listos son los que gobiernan el mundo y cuánta maldad hay en ellos!
Mientras ellos se desplazan confortablemente en sus trineos por la taiga helada nosotros nos arrastramos sin saber siquiera que lo estamos haciendo. Desnudos de ropaje moral, de abrigo intelectual, de fuego de Dios, nos vamos helando sin darnos cuenta. Así de horrible es la congelación. Llega poco a poco, dejándote en la cara una mueca que se parece inquietantemente a una sonrisa. Los gobernantes siempre podrán decir que fallecimos de felicidad. Pero no. Será el frío que se ha apoderado de nuestra sociedad, nuestro país, nuestra civilización, de un mundo que nos parecía tan desarrollado, tan sólido, tan culto.
Ignoro si la historia registra si cuando sucumbe un imperio, un modo de entender la vida y al ser humano, sus habitantes notaron como el tuétano de sus huesos se helaba y si repararon en que sus piernas no les seguían. Las nuestras dejaron de hacerlo hace tiempo. Estamos acostados en medio del hielo, esperando que llegue el espasmo definitivo que acabe por congelarnos para fundirnos con el paisaje como muñecos de nieve. Memento mori. Quienes creyeron estar destinados a ser árbol que diese frutos comprobarán como cuelgan de sus almas los carámbanos fabricados con las lágrimas de tantos que vieron venir esta era glacial que ha de sepultar todo lo que habíamos conocido.
Solo una cosa nos diferenciará a las víctimas de ese viento del este que ha de barrernos a todos, Holmes dixit. Mientras unos lo recibirán sin resistencia, otros plantaremos cara a sus heraldos, los lobos, únicos seres que medran y sobreviven a este clima bajo cero, encontrando en el mismo víctimas propicias a sus ansias de sangre. Contemplad lo que está sucediendo y se os helará el corazón.