Dice tantas cosas y tan sonadas que a veces sus mensajes pasan inadvertidos aunque sean de hondo calado. Este martes Esperanza Aguirre concedió una entrevista a Televisión Española. Y en el plató de la cadena pública también habló de otra tele que pagan los ciudadanos. "Pobre Isabel Díaz Ayuso, porque la atacan todos los medios de comunicación, oiga, es que no tiene ni Telemadrid, que es podemita a muerte".
Puede parecer, a primera vista, que lo importante de semejante afirmación es lo de "podemita a muerte". Nada más lejos de la realidad. Lo verdaderamente relevante de estas palabras de la expresidenta de la Comunidad de Madrid y exministra está antes, en la conjunción copulativa "ni" que en este caso hace las veces de la expresión "ni siquiera". Porque lo que da a entender Aguirre es que lo normal sería que Ayuso al menos tuviera a Telemadrid de su lado. O sea, que la cadena pública fuera pepera porque en Madrid gobierna el PP.
Es lógico este razonamiento, si tenemos en cuenta que en sus tiempos como presidenta de la región Telemadrid no se distinguió precisamente por su independencia respecto al partido de Aguirre. De hecho, en aquellos años la tele madrileña se hundió en audiencia y en reputación. Ahora, cuando está remontando en ambas -ahí están los audímetros y ahí están los premios conseguidos por programas como Buenos Días Madrid o 120 minutos-, a ella le parece "podemita a muerte".
En esta España cainita, con una clase política tan acostumbrada a utilizar los medios para esparcir su burda propaganda, el debate sobre las televisiones públicas aún sigue vigente
En una democracia madura, con partidos respetuosos con las instituciones, quizás el debate sobre las televisiones públicas no tenga sentido. Pero en esta España cainita, con una clase política tan acostumbrada a utilizar los medios públicos para esparcir su burda propaganda, ese debate aún sigue vigente. Cómo olvidar, sin ir más lejos, lo que está ocurriendo en TVE, como aquí venimos denunciando cada dos por tres, o lo que pasa en casi todas las cadenas autonómicas.
Siempre que se suscita este debate, lo más normal, casi lo primero, es pensar que las televisiones públicas no tienen que ser peperas ni podemitas ni nacionalistas ni indepes ni nada por el estilo. Es una máxima tan obvia como su incumplimiento casi sistemático. Muchos ciudadanos razonan que si nuestros dirigentes no saben gestionar las teles públicas más allá de su propio beneficio, ¿qué sentido tiene mantenerlas?
Claro que las televisiones públicas pueden mantenerse para que ejerzan un servicio público de informar, formar y entretener, que son las tres funciones clásicas del oficio. Pero hay que cambiarlas. Lo primero es cambiar la forma de elección de sus mandamases. Lo segundo es mejorar los controles para que organismos independientes velen por su neutralidad. Lo tercero es modificar la transparencia en los criterios de contratación.
Una tarea sencilla en la teoría pero titánica en la práctica, al menos en estos tiempos y en este país. Porque nuestros políticos quieren televisiones que sirvan a sus intereses. Quizás ese cambio sea imposible.