Ana es avasallante y generosa. Una mujer cuya curiosidad intelectual es capaz de reunir, en una misma mesa, a las personas más distintas. Nos conocemos desde hace poco. Su capacidad lectora nos acercó, y menos mal. De lo contrario, mi visión del mundo sería bastante más pobre. Hay quien dice, y no sin exagerar, que la vida es lo que ocurre entre una conversación y otra con ella.
He hablado por teléfono esta mañana con ella. En apenas unos segundos, radiografió mi estado de ánimo. “Tú tienes la pájara”, me dijo. “Desde hace días”. Lleva razón, aunque no me guste reconocerlo. Pienso que los hijos, hermanos o padres de las veinte mil personas fallecidas en España tienen más motivos que yo para dejar de pedalear esta cuesta, que cada día se hace más rocosa.
Ana y yo conversamos sobre el propio abatimiento en circunstancias como esta. En ocasiones es necesaria, insiste ella. ¿Por qué tanto empeño en negarla y esconderla? Ana sabe de lo que habla. Fue diagnosticada hace ya casi veinte años de un cáncer con muy mal pronóstico. Las circunstancias eran distintas: no se sabía tan certeramente sobre la enfermad y ni siquiera éramos tan libres al momento de hablar del malestar.
Leyó mucho en aquellos días, que a mí se me antojan inciertos de sólo pensarlos. Ana no solo superó el cáncer, sino que recibió la última radiación poco antes de asumir un cargo de altísima responsabilidad política que ella completó sin menguar. Escuchándola hablar —a ella, justo a ella—, me pregunto hasta qué punto relacionarse con el malestar aligera la carga para retomar el acelerón.
El confinamiento amplifica nuestros desiertos. Por eso es mejor tenerlos medidos: para resucitar las piernas y ser capaces de atravesarlos
Como al ciclista que pedalea con todas sus fuerzas, se cumplen 37 días de un confinamiento que durará dos semanas más. Durante ese tiempo, se anegan tantas cosas en nuestros salones: la desazón del aislamiento, el nubarrón económico, la sensación de irrealidad ante una vida de la que nadie nos habló antes y para la que nadie tiene respuestas. Hay que encajar el golpe, no sé si para devolverlo, pero puede que sí para seguir pedaleando.
Hay que pensar sobre La Pájara, nos decimos poco antes de colgar. Sí, habrá que hacerlo, pienso con el móvil aún en la mano. Me asomo a la ventana. Afuera, una familia de tres niños y dos padres se acomoda como puede para tomar el sol de una mañana de lunes que parece sábado. Vuelvo a la biblioteca y rebusco en la balda de las cosas importantes.
Tras mucho trastear, al fin, la consigo. Es una novela pequeña pero prodigiosa que el francés Jean Echenoz dedicó al corredor de fondo checoslovaco Émil Zatopek. "Correr es lo que le daba la vida, pero al mismo tiempo se la robaba”. Algo en estas palabras confirma las intuiciones que podamos tener sobre nuestro propio abatimiento y el de los demás. El confinamiento amplifica nuestros desiertos. Por eso es mejor tenerlos medidos: para resucitar las piernas y ser capaces de atravesarlos. Abro la ventana y una bocanada de jazmín se mete en mi casa. Siento que la vida intenta darnos la razón. A ella, a la pájara y por qué no, a la vida también.