Pero no hay manera de remediarlo, porque cuando se agota la capacidad de adjetivación a fuerza de buscar calificativos para la infamia y los ojos, a fuerza de quedarse abiertos por el horror, se han dilatado tanto que solo son capaces de percibir vagas sombras, el escribidor lo ha de confesar valientemente: no sé qué decirles.
Es tanto lo escuchado, lo soportado, tantos los desengaños, las esperanzas que han terminado en nada, tantas las personas en que uno confió y que se vendieron por el vano y efímero poder que da la gloria política o, terrible destino de quienes discrepan en Cataluña, fueron silenciadas hasta que sus lenguas se atrofiaron por olvidar cómo emplearlas, que quien ha asumido la responsabilidad de escribir a diario la crónica de este puerto de arrebatacapas que llamamos mundo político catalán ha de sincerarse: no sé qué decirles.
Como la desesperación más profunda es la de quien no predica en el desierto, sino rodeado de gentes que huyen despavoridas por miedo a que los anatemicen, ovejas dóciles que prefieren seguir sus vidas que solo conducen al matadero, con las esperanzas que se marcharon volando ante los escobones de ladrones, supremacistas, aduladores, barraganas, mediocres ilustres y demás ralea que siempre conforma la corte de los milagros de cualquier sociedad totalitaria, el que lo ve, el que sabe cómo terminará esta trágica función que hemos repetido una y mil veces a lo largo de nuestra historia triste y necesitada de víctimas para fingir que avanza, abandona el análisis, restándole únicamente una cosa que explicar a quien desea escuchar de sus labios futuros que jamás llegarán: no sé qué decirles.
Los estómagos de esta sociedad cebona, aculada y pagada de sí misma no soportan más que las papillas deglutidas previamente por el poder
Porque decir algo en este mundo de presuntos analistas de las pompas de jabón es ya, en sí mismo, una traición a la verdad si la palabra no va acompañada de una fuerte dosis de ácido, pero ¡ay!, los estómagos de esta sociedad cebona, aculada y pagada de sí misma no soportan más que las papillas deglutidas previamente por el poder, tan edulcoradas y con los suficientes colorines para que quien se las traga crea que son diferentes. Cuando uno tira por el retrete las etiquetas y abjura de nada que no sea el camino de su leal saber y entender, se condena al estigma, al éxodo, a la maldición del Judío Errante, condenado a vagar por la tierra hasta el final de los tiempos. Es en ese serpenteante surcar campos intelectuales áridos y mesetas de envidia, atravesando océanos de insultos vomitados por bocas hambrientas de carnaza, para subir y bajar cordilleras de prejuicios y mentiras, donde el escribidor se encuentra a otros que, como él, también se encontraron en su día con el pavoroso dilema de no saber qué decirle a los suyos, a los otros, a todos, decirles algo que sacudiera los pútridos cimientos de un mundo condenado a la desaparición por no saber mirar hacia las estrellas, por no atreverse a ser justo, por haberse olvidado de la risa, en definitiva, por tomarse a sí mismo demasiado en serio, vanidosamente, estultamente, en serio.
Veo en esa cofradía a Albert Boadella, a Lluís Pascual, a Juan Carlos Girauta, a tantos y tantos que se fueron porque aquí los estrechaba la soga del integrista que pretende ahogar a todo un pueblo mientras sonríe. Muy buena compañía, sin duda, pero tampoco sé que decirles. Tan solo que llueve en Barcelona, que aquí la lluvia no es igual para todos, que hay quien perturba el orden natural de la lógica, la razón y la inteligencia haciéndose paraguas con un tres por ciento de verdad y un noventa y siete de mentiras, influencias y sentido de casta intocable. Una lluvia que acabará por llevarse por delante, si es que no lo ha hecho ya, lo que quedaba a mi tierra de mejor y más noble, todo lo que escribió Pla o Sagarra o D’Ors, el talento del Teatre Lliure, el sentido irónico de la vida y la elegancia en el sufrimiento que cultivaron Azúa, Espada o mi admirado y querido Gregorio Morán, el sublime arte de Dalí o la irónica sonrisa de la gran Rosa María Sardá. Lo que se avecina es un diluvio que inundará lo poco que nos resta de limpio y brillante y no hay ningún Noé que haya sido requerido por un Dios justo y severo para que salve nada, porque, en el fondo, hace tiempo que no queda nada que salvar.
Y para los que crean, de buena fe, que escribo al dictado de la tristeza que produce la melancolía del mal tiempo, sepan que ni una sola línea obedece al desánimo o a la resignación. Sucede que quien conoce bien este paño apolillado y sucio ve hacia dónde nos conducen los orates y sus cómplices y no sabe qué decirles a todos ustedes. Salvo que mañana será otro día.