Opinión

Estamos indefensos

Es posible que alguno de ustedes se sorprenda porque este artículo salga mas breve que los demás y quizá con alguna errata. Les pido perdón. He tenido un accidente. Sufrí una caída estúpida y me fracturé el hombro izquierdo. Soy una

  • Un grupo de inmigrantes llegados a El Hierro (Islas Canarias) el 4 de octubre -

Es posible que alguno de ustedes se sorprenda porque este artículo salga mas breve que los demás y quizá con alguna errata. Les pido perdón. He tenido un accidente. Sufrí una caída estúpida y me fracturé el hombro izquierdo. Soy una persona mayor, con tendencia al ensimismamiento, que vive solo y que padece sobrepeso. La caída me ha convertido en un inválido. No puedo vestirme solo, no puedo ducharme, el acto mecánico de meterme en la cama y arroparme se ha convertido en un drama que dura media hora y que me hace aullar de dolor, y además… solo puedo escribir con un dedo. De ahí la brevedad de hoy, porque la escritura “monodactilar” es agotadora.

Estamos indefensos. Se acabaron aquellas “agüelas” de las aldeas de mi infancia que subían y bajaban de las peñas cargadas con inconcebibles costales de hierba… y no le daban la menor importancia. Ya no hay héroes. Ya no hay hombres que maten dragones, como dice mi adorada Cristina García Rosales en su espléndido libro de relatos. La inmensa mayoría de nosotros, sobre todo los más veteranos pero no solo, somos como insectos que habitan en un fragilísimo equilibrio aéreo, con las patitas conectadas a un alarmante número de artilugios, sistemas, mecanismos y normas que no podemos controlar, que no dependen de nosotros. Pero nuestra vida, nuestra misma vida, sí depende de ellos.

Partirse el hombro es un accidente imprevisible, es cierto. Pero yo no sé qué va a ser de mí el día en que se le funda el motor de arranque a este pesado trasto que me sirve para escribir y para asomarme al mundo. Sin duda sucederá. Ya me ha sucedido, pero entonces caminaba mejor y tenía fuerzas para llevarlo a reparar. Ahora no es así. Prefiero ni imaginarlo.

Ay del que fía su vida o su futuro, largo o corto, a la bondad, a la gratitud humana: esas son ilusiones cada vez más escasas. Rarezas

Desde las bombillas que se funden hasta el móvil, un artilugio que ha reemplazado a lo que hace ya tiempo se llamaba alma y del que dependemos hasta extremos espeluznantes. Perderlo puede ser una tragedia, y el puñetero chisme parece que tiene voluntad propia y tiende a abandonar a su dueño, como el Anillo de poder de Tolkien. Las contraseñas de internet, que se multiplican, que hay que cambiar cada poco “por motivos de seguridad” y que son los párpados que nos permiten abrir los ojos; sin ellas, si las olvidásemos, no veríamos ni casi seríamos. Monstruos de cien mil patas como los bancos, Hacienda o la Seguridad Social, para quienes no somos personas sino datos, casillas en una lista interminable; pero que son perfectamente capaces de destrozar nuestra vida con una decisión tomada en tres segundos por una persona a la que jamás veremos; con una firma, con poner el papel en el que va nuestra existencia en un montón de folios y no en otro. Y no saben quiénes somos, qué nos pasa, cuál es nuestra fragilidad. No les importa eso. Somos su medio de vida, no seres vivos.

Vae soli, decían los romanos: ay del que está solo, del que se ha ido quedando solo, muchas veces sin darse cuenta, pero sin remedio. Ay del que se hace viejo y no lo sabe, porque nunca se preparó para ello ni le enseñó nadie a esperar la vejez. Ay del que fía su vida o su futuro, largo o corto, a la bondad, a la gratitud humana: esas son ilusiones cada vez más escasas. Rarezas. La vida es esto que nos pasa mientras nosotros nos empeñamos en hacer otros planes, que decía John Lennon.

Está usted pesimista, señor Algorri, cómo se nota que se le ha descacharrado un brazo, dirán ustedes. Pues miren, no; no lo estoy. Esta tremenda avería que me ha puesto ante los ojos mi condición de viejo frágil e indefenso, de viejo desvalido que escribe con un dedo y que no puede ponerse los calcetines ni atarse los zapatos, me ha puesto también delante de la cara una evidencia que todos tendemos a olvidar: lo estúpidas que son, o al menos así lo parecen, las cosas que muchas veces nos quitan el sueño, nos indignan o nos aturden.

Un mundo lejanísimo

Cuando llega la urgencia inaplazable de ir al baño (la próstata es todavía peor que los inspectores de Hacienda) y sabes que no vas a llegar a tiempo, porque levantarse de la cama es un puro y lentísimo aullido… qué lejanas, qué pequeñas parecen las querellas de la amnistía, de la investidura y de todas las demás quejumbres cotidianas y colectivas. No lo son en absoluto, todo lo contrario, pero el cuerpo humano, por instinto imperativo, decide que lo primero es lo primero, y lo primero, ahora, eres tú: evitar el dolor a toda costa, ponerse los pantalones sin pasarlas canutas, no dejar el baño hecho un cristo. Eso es lo importante. Todo lo demás, todo lo que sale por la tele y en la pantalla del ordenador, pertenece de pronto a un mundo que se ha vuelto lejanísimo.

Cuando el portavoz del cónclave de traumatólogos (que se llevan fatal entre ellos, esas cosas se notan) te dice que no te van a escayolar porque “los últimos estudios indican que la escayola no es más eficaz para reparar la fractura que un simple cabestrillo”, tú piensas: otra gilipollez, como decir que la amnistía cabe en la Constitución. Pero tú no eres médico, así que te callas y no dices lo que estás pensando: oye, brillante jovencito, que el hombro es mío. Y se mueve, digas tú lo que digas. Y duele terriblemente. A mí, no a ti. Ricura. Así que podías preguntarme…

Otra cosa aprendí con la caída. Fue en un parque de Sevilla, al lado del río. A veinte metros, encaramados en un banco y dejando que pasase la mañana, había media docena de chavales. Todos negros. Pero de color negro-negro, nada de café con leche. Yo, tirado en el suelo, al verlos reaccioné como seguramente habría reaccionado cualquiera de ustedes: intenté –ridículamente– proteger la cámara de vídeo que llevaba, el trípode, esas cosas. Imbécil de mí. Cuando llegaron los de la ambulancia, que apenas podían conmigo, aquellos chavales se lanzaron a ayudar, a sujetar la silla, a subir las escaleras con el herido a cuestas. Yo miraba a mi queridísimo hermano Orlando (otro ángel hecho de bondad) y le decía: “¿Has visto?” Y él sonreía: “El que ha sufrido mucho, siempre es el primero en ayudar”. En cuanto se me cure el brazo me gustaría tener unas palabras con toda esa gentuza que desprecia o rechaza a los inmigrantes por el solo hecho de serlo… Qué lección me dieron. Qué lección.

Lo mismo que Rosana, la chica salvadoreña que una vez a la semana pone algo de orden (algo) en esta casa… por puro cariño, porque con lo que le pago debería denunciarme. Esta misma mañana, fuera de día y de hora, se ha presentado aquí para hacer las obras de misericordia: vestir al desnudo, visitar al enfermo, limpiar al mugriento, consolar a los que están presos de su propio cabestrillo… “Tendré que pagarte algo más este mes”, le dije cuando se iba. “Ya me lo paga Dios”, me contestó con una sonrisa hecha toda de luz y minuciosamente inmigrante.

En fin: que la amnistía de los c…nes, las treinta monedas que Sánchez ha tenido que pagar a los mercaderes del templo bruselense, la percepción sobre uno mismo y su propia indefensión, y desde luego sobre el papel que juegan los demás (legales o ilegales) en la propia vida cambian mucho, y muy saludablemente, cuando uno se descaralla la cabeza del húmero. Como método de aprendizaje es algo bestia, lo reconozco, y no me parece bien recomendárselo a nadie, pero bueno… Es lo que me ha tocado. No puedo hacer mucho más.

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