Opinión

La nueva imagen del mundo

La televisión subsiste transmitiendo fotos de pinturas rupestres para un remanente de población rehén de la inercia

En su ensayo Sobre la Televisión (1996) Pierre Bourdieu actúa como arúspice que inspecciona las entrañas de los programas políticos de las cadenas televisivas. “En un mundo dominado por el temor a ser aburrido y el afán de divertir a cualquier precio, la política, espectáculo poco estimulante y deprimente, está condenada a ser transformada en algo fácil de tratar. De ahí la tendencia a sacrificar cada vez más al reportero de investigación en beneficio del animador bufón; a sustituir el análisis, la entrevista profunda, la discusión de expertos y el reportaje por la mera diversión y, en particular, por las charlas intrascendentes de las tertulias entre interlocutores adictos e intercambiables.”

 

El poder siempre tiene un malestar y el poder despótico malestares más severos. Para derribar a la monarquía de Luis XVI los conspiradores utilizaron como instrumento de corrosión el poema y la epístola, subproductos de la imprenta y el correo, engranajes primarios de la difusión mecanizada. Aquella fue revolución y fue romántica; de papel porque era el soporte de la prensa primeriza (The Times, 1785), de las cartas y de los versos inflamados. La insatisfacción y la protesta encontraron vehículo en el libro, objeto vivo que iniciaba su metamorfosis de objeto decorativo en vitrinas de aristócratas sapientes a mercancía masiva para burgueses incipientes.

Del papel a la pantalla, de lo material a lo inmaterial, de la literatura culta al epigrama ágrafo, despojado de aspiraciones, cual insulto estampado en la pared. La verdad, se dice, no penetra en un alcornoque pero puede trepidar en un mero móvil. En el juego de las semejanzas, una sutil sutura une cuatro siglos. Dosis masivas de insatisfacción, militancia infatigable y obsesión promotora; circulación frenética de ideas y persecución permanente. La transición del átomo al bit, imaginada por Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges en 1940 y 1949 (La Invención de Morel, El Aleph), anticipada por Jean Francois Lyotard en 1985 (Les Immatériaux) y presentada en acto por Nicholas Negroponte en 1995 (Ser Digital), impacta en la línea de flotación del antiguo régimen y exaspera a las oligarquías a cargo. Los déspotas posmodernos temen a los móviles como los tiranos del medioevo temían a los puñales.

Hasta hace veinte años nadie ponía en duda que la televisión contenía en su interior el mundo mismo. Súbitamente, a mediados del siglo pasado, el planeta, vastedad inconcebible aún para los sabios más ilustres y las más dilatadas enciclopedias, se instalaba dentro de una caja de madera equipada con un cristal tornasolado. Como en una obra del teatro del absurdo, la tierra se veía reducida a ristras de fotos fijas que, editadas en secuencias de pocos segundos, creaban una ilusión abarcadora, casi un Aleph, variable en forma pero no en sustancia. Heredera sofisticada del primario zoótropo, la televisión establecía el estándar narrativo que sentó las bases para la construcción de una actualizada versión de la inmortal fantasía: re-presentar al mundo. Ser moderno es propio del mundo convertido en imagen.

Amontonamiento de irrelevancias, insustancial verborragia y práctica periodística sólo en los márgenes, en el mejor de los casos, es la clave existencial de los obsoletos espectáculos noticiosos. La prole del nomadismo digital vive en la nube

 

Apelando a la elemental fuerza bruta -edición, vocabulario y sintaxis similares repetidas mecánicamente a lo largo de décadas- se implantó como genuino un recorte presentado con ínfulas de proyección del todo. Sin importar el nombre del país o el idioma los medios visuales respondían al mismo patrón: una matriz hegemónica que definió agendas informativas durante medio siglo. La descomunal sinécdoque confirmaba la veracidad de la sentencia: para cada problema complejo siempre hay una propuesta simple y errada. Hoy, televisiones y periódicos aún obedecen a la lógica de mercado, de mercadillo en todo caso. Dentro de ellos se puede encontrar cualquier cosa pero también una infinita variedad de baratijas: accidentes de tránsito, el discurso de un ministro o el peinado de la celebridad del momento. Amontonamiento de irrelevancias, insustancial verborragia y práctica periodística sólo en los márgenes, en el mejor de los casos, es la clave existencial de los obsoletos espectáculos noticiosos. La prole del nomadismo digital vive en la nube, diseña ingestas a medida de sus inclinaciones y da la espalda al oxidado oligopolio.

 

"No es posible que el dueño de un canal de televisión mienta tan mal. Después de todo, la mentira es esencial para el éxito de su negocio". La línea, usualmente adjudicada a Truman Capote, vibra como obvia. Las falacias diseminadas por las tradicionales terminales mediáticas son tan habituales como las patrañas eyaculadas por la alcurnia burocrática refugiada en la torre albarrana. La marea digital desplaza a la vieja guardia a los confines del sistema. Su incapacidad de competir con la agilidad, especificidad y volumen de audiencia de los nuevos soportes la conduce a niveles ridículos de ineficiencia. La multitud, abarrotada en espacios que emulan las plazas análogas, sedes milenarias de creación y recreación de poder descentralizado, es la mano que sacude el látigo. Los noticieros antediluvianos, shows de variedades replicados con papel de calco, recuerdan a la madama de un burdel decadente que ya nadie visita. Ante ellos un espectador con alguna reserva de juicio crítico experimenta la incómoda sensación de deambular desnudo por un almacén infinito, cambiante, desprovisto de lógica y donde lo más excelso convive con lo más indigno. Lo atroz, lo insensato y el caos provocan en el visitante desasosiego, horror intelectual y estremecimiento físico.

Migración al distrito digital

Con la explosión de Internet primero y de las redes sociales después, las corporaciones de noticias entraron en pánico. De repente, la humanidad en bloque, sin excepción, inició el éxodo hacia la dimensión digital. Los grandes ejecutivos vieron el cambio de época como una de esas oportunidades que se presentan una vez en la vida. Periódicos y televisiones comenzaron a alimentarse con los garabatos grabados con navaja en las puertas de los modernos baños públicos llamados redes sociales. Resueltos a tener a la multitud de su lado, decidieron replicar la realidad caótica de Internet, abandonaron el ejercicio del periodismo y transformaron medios respetables en descuidados trasteros. Desesperados, se dedicaron a reproducir la información más impactante que la web podía ofrecer en una carrera imposible contra el paso del tiempo. El periodismo, o lo que de él quedaba, fue reemplazado por puro impacto y vulgaridad. El plan estaba condenado desde el principio. Su debilidad irremediable se ocultaba a plena luz del día. Ilustrados e ignorantes, bibliófilos y adictos al móvil; la minoría culta, ávida de información sólida presentada por profesionales competentes como las mayorías en busca de entretenimiento ilimitado migraron al distrito digital. La misión de ganar a los nuevos manteniendo a los viejos demostró ser pura quimera. La industria de la noticia perdió la audiencia que alguna vez tuvo y se ganó el desdén de quienes pretendió seducir.

Nada es más ingenuo que comprar una mercancía porque el vendedor canta sus alabanzas. A pesar de ello, los noticieros, crema del entretenimiento más popular jamás inventado, frenaban en seco a países enteros y eran engullidos con avidez, como si se tratara de documentos de inapelable valor documental. Aunque la televisión ya no cumple ese rol vale el intento pensar cómo la imagen del mundo fue diseñada por mecanismos que la repetición naturalizó hasta convertirlos en invisibles. Atractivo de masas y factor de poder estratégico en una era ida, la televisión subsiste transmitiendo fotos de pinturas rupestres para un remanente de población rehén de la inercia. La nueva representación del mundo la imponen las redes sociales.

El pulso totalitario

El mundo libre no era libre sino más bien intensamente autoritario antes del surgimiento de la sociedad industrial digital. Internet lo convirtió en un colosal panóptico no anticipado por ninguna de las mentes más paranoides de la especie humana. Con la pandemia, el pulso totalitario global se aceleró exponencialmente. Mientras en la plaza desbordan las opciones para eludir la subordinación servil al ocasional burócrata y ganar autonomía -activo que místicos y románticos denominan libertad- en la torre las variantes de vigilancia se multiplican y hacen que los sistemas de control del pasado parezcan de cartón piedra.

¿Las redes sociales desatan el caos o proponen un orden diferente? ¿El ámbito digital, promueve el individualismo o es el mejor aliado de la reacción totalitaria a la amenaza de las cambiantes configuraciones demográficas? La digitalidad genera un efecto de reinscripción del concepto de comunicación en el espacio ideológico. Del átomo al bit y del Flowerpower al Tweetpower. Gobiernos y corporaciones abominan de la elusiva virtualidad. Su desesperación por controlarla a como dé lugar anuncia un futuro ominoso pero también auspicioso.

“Dirán que estoy haciendo un discurso elitista, que defiendo la ciudadela asediada de la alta cultura, o incluso que se la estoy prohibiendo al pueblo al objetar a quienes se erigen en sus portavoces con retribuciones desorbitadas y trenes de vida espeluznantes. De hecho, defiendo las condiciones necesarias para la producción y difusión de las creaciones más egregias de la humanidad”, afirma Bourdieu.

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