Corría el año 2018 cuando, casi al término de una exposición sobre ópera, política y poder en una prestigiosa fundación perteneciente a una muy importante entidad bancaria, me quedé pegada a una pantalla. El recorrido me había ido poniendo de creciente mal humor, por lo sesgado del enfoque, por errores históricos bastante incomprensibles (a menos que no fueran errores, claro) y porque no se daban datos de los intérpretes de las obras seleccionadas que, como digo, se podían ver en pantallas y escuchar en cada una de las salas, dedicada cada una de ellas a un título. Una de las óperas destacadas era Salomé de Strauss, con la tremenda escena final de la obra interpretada por una soprano que desconocía entonces. Escuché en bucle ese fragmento, hipnotizada por esa voz y esa intensidad dramática, por esa presencia en cada nota sin ningún histrionismo. Unos meses después y por casualidad, vi un documental de la cadena de televisión Arte que hablaba de esa tal Asmik Grigorian, de su vida, recorrido, dificultades y carrera. Curioso que una de las mejores cantantes del siglo XXI estuviera a punto de dejar la escena por pánico escénico y estuviera poco menos que reducida a cantar en la Ópera de Estocolmo, hasta que el director de la de Múnich la escuchó y -felizmente para todos nosotros- la hizo entrar en razón. En fin, no podemos olvidar que, incomprensiblemente, Martha Argerich es víctima de ese mismo mal.
Tras su inolvidable paso por el Teatro Real en 2020, en unas representaciones de Rusalka marcadas por la pandemia y en las que el público estaba ávido de volver a la música en vivo -y los músicos de encontrarse en escena- la Grigorian ha vuelto este pasado 24 de noviembre con un recital que también quedará en los anales. Lo que hace esta cantante, con un repertorio extraordinariamente amplio, que va desde Bellini (cantará Norma próximamente) hasta Strauss, Puccini, Berg o casi cualquier título de la ópera eslava, es un derroche de música y sabiduría canora.
No voy a entrar en procelosas disquisiciones terminológicas sobre si su voz es esto o aquello, baste decir que es una lírica plena, con algunos apuntes de dramática en sus papeles, pero siempre controlando lo que hace con sus medios vocales. Lituana de nacimiento e hija de cantantes a su vez (el tenor armenio Gegham Grigoryan y la soprano lituana Irena Milkeviciute) y dotada de un instrumento de belleza y caudal extraordinarios, preparó con esmero este programa, cuya primera parte estuvo dedicada a repertorio eslavo, armenio y lituano, en un homenaje a sus orígenes que fue muy aplaudido: ¿quién nos descubriría de otro modo esas obras, nada interpretadas fuera de sus fronteras y en idiomas complicadísimos?
El director encargado de llevar a bien este recital fue el húngaro Henryk Nánási, habitual de todas las grandes casa de ópera europeas y parte de las estadounidenses. A lo largo de su prestación dejó bien patente por qué. Comenzó la velada con una pieza muy acertada: la obertura de Ruslán y Ludmila de Glinka (1842), colorista y preciosa ópera basada en un cuento de hadas de Pushkin. Sin llegar a los tempi trepidantes de otros directores, Nánási imprimió brío y energía en esos primeros compases en los que ya queda patente la utilización del folklore, que será constante. Bien dibujado el tema lírico en las cuerdas y fantásticos los vientos madera en esos breves y constantes intercambios. Muy bien equilibrados también los metales en una obra en la que la tendencia puede ser al exceso dada la euforia que la caracteriza.
Y apareció la Grigorian, que también tiene un físico privilegiado, de arquitectura irreprochable y hermosura entre trágica y fría. Salió ataviada… salió ataviada. Dejémoslo ahí, Es curioso cómo se puede tener tantísima sensibilidad y elegancia para algunas cosas y tan poca para otras. Y en el fondo, está bien que así sea, no van a acaparar todo unos pocos. El repertorio ruso es uno de los más queridos por la soprano y por supuesto, Chaikovski uno de sus autores de batalla, así que comenzó con “¿Por qué estas lágrimas?”, la primera aria de Lisa, de La dama de picas. Desde el primer momento afirmó su poderío vocal sin exhibición desmedida ni exceso ninguno, manteniendo un fraseo estupendo en todo momento a través de una línea melódica realmente tensa que mantiene a la intérprete en la incómoda zona del paso. Se trata de una cantante que parte de cierta introspección e interiorización profunda del personaje para llegar a una máxima sensibilidad en la expresión, pero sin desbordamientos estilísticos ni descontrol ninguno.
Continuó con una muestra de ópera armenia, el aria “Una vez el sauce fue una joven doncella” de Anoush, de Armen Tigranian (1879-1950), ópera estrenada en 1912 y que se considera la obra representativa de la ópera nacional armenia. Basada en una canción popular, se trata de un aria de una belleza cautivadora, que nos envuelve en esa especie de melisma de contorno claramente orientalizante, con esos floreos rápidos y esa escala en la que la segunda aumentada es la protagonista. Grigorian le extrajo todo el jugo y el carácter dramático posible en un alarde de elegancia. Bello homenaje a su padre y a ese pueblo armenio que tanto ha sufrido a lo largo de la historia y que, curiosamente -o no tanto- los que siempre tienen en la boca las naciones y las identidades nunca defienden ni ponen como ejemplo de resistencia.
La segunda curiosidad de la tarde fue el aria “La verdad, hoy no soy yo misma” de Dalia, ópera de 1957 de Balys Dvarionas (1904-1972). Si también los dejes folclóricos se dejaban sentir, el estilo está muy tamizado por una orquestación de corte pucciniano y una organización melódica que hacía pensar un poco en Rachmaninov. Grigorian dominó y se entregó una vez más, con un fraseo en el que cada nota cobra su sentido, con su matiz y su intención en el discurso. Nueva intervención orquestal, con la obertura de La novia del zar, de Rimsky-Korsakov (1899), quien parece haber dicho que escribió esta ópera como reacción a las obras de Wagner. Desde luego, reacción hay, porque la forma de utilizar el folklore resulta un poco anticuada para la fecha de composición, lo cual no le resta ese encanto. Fue muy bien interpretada por la orquesta del Real, con todas las secciones a pleno rendimiento, como se exige y excelentemente dirigida por Nánásy, que demostró su precisión y capacidad de matizar una vez más.
Para cerrar esta primera parte, Grigorian nos hizo revivir aquellas sesiones de 2020 con la “Canción de la Luna” de Rusalka, de Dvorak (1901) , esa ninfa que pierde su inmortalidad y su voz por amor para arrastrar a su amado a la muerte. Magníficas las arpas y oboes y clarinetes en la introducción, para dar paso a la intervención de Grigorian, que tiene absolutamente integrada esta aria en su canto y su expresión. Maravillosa la gestión de la tensión, desde ese carácter ilusionado y ensoñador y esa plegaria íntima hasta ese culmen en el que, temerosa de la soledad a la que quizá está abocada, pide a la Luna que no la abandone. En la primera aparición del tema principal fue un poco cubierta por la trompeta, que respondió al requerimiento de Nánásy y corrigió impecablemente para la segunda vez. La subida desde la voz de pecho en el grave, hasta ese agudo pleno y perfectamente, colocado fue realmente espeluznante y llena de emoción. Y por último, otro Chaikovski, en este caso el aria “Si contemplas desde las altas cumbres de Nizhny”, de La hechicera (1887). De nuevo un bravo a las maderas en la interpretación de este fragmento también impregnado de folklore y en el que cobran tanto protagonismo. Nuevo despliegue de medios de la Grigorian, que demostró un dominio del fiato a prueba de bombas y un legato de una calidad rara en un aria de una exigencia técnica realmente muy grande para un resultado musical menos concluyente. Qué suerte escuchársela a ella.
La segunda parte tuvo como protagonista a los dos mayores nombres de la ópera italiana: Puccini y Verdi. Asmik Grigorian ha interpretado la mayor parte de los grandes papeles puccinianos, así que se la esperaba con impaciencia en este repertorio. Y no defraudó. Tras el Preludio del Acto III de Edgar (1889), en la que quizá se echó de menos extremar los matices para obtener más tensión en esas largas frases, Grigorian cantó “Sola, perduta, abbandonata” de Manon Lescaut (1893). Nánásy y la orquesta del Real acompañaron estupendamente a la solista en esta aria terrible de una mujer joven y llena de ganas de vivir que ve su muerte acercarse inexorablemente en la soledad del desierto y que la lituana encarna de manera realmente electrizante. Perdonen la reiteración, pero los solistas de madera estuvieron fenomenal en ese trenzado que sostiene a la cantante. Impresionantes los agudos de Grigorian y su capacidad para pasar de la desesperación a la dulzura y el abandono, con una proyección siempre impecable, incluso en esos pianissimi que ella borda. Y absolutamente estremecedores esos dos últimos si bemol agudos: el primero antes de ese parlando “Tutto è finito”, en el que, con toda la orquesta detrás (y no en el foso), hizo un crescendo sobre esa nota; el segundo, el de “Non voglio morire”, con un desgarro y un dramatismo brutales y sin perder nunca el color ni la línea. Turno para Madama Butterfly (1904) y “Un bel dì vedremo”, que interpretó con una elegancia y una turbadora contención, como si de una auténtica geisha se tratara. Nueva lección de fraseo, de legato, de proyección vocal y de intención. Esa jovencita que ya ha perdido toda inocencia y toda esperanza y que sin embargo se mantiene digna ante lo que sabe pero se niega a verbalizar, no podía encontrar mejor traductora que Asmik Grigorian. Una línea de canto que parece flotar sin perder un ápice de intensidad y sin desvirtuar ni un segundo la emisión ni la maravillosa homogeneidad de su voz, ni en el momento cumbre del agudo y del dramatismo. Hay una sutilidad en su interpretación que está mucho más cerca del realismo, que otras más teatrales y desgarradas.
El final del recital -o eso parecía- fue para Verdi. En primer lugar, la obertura de La forza del destino (1862), una de las más conocidas y tocada del compositor, y no es para menos. Nánásy imprimió una dirección convincente y un fraseo y gradación adecuados a la partitura y la orquesta respondió bien, aunque sin duda a causa de la premura habitual a la hora de trabajar este tipo de eventos y a pesar del buen hacer general, no se pudo llegar a la hondura expresiva que demandan estas páginas. El aria de Elisabetta “Tu che la vanità” de Don Carlo de Verdi (1867) fue la elegida para poner el broche de oro a la sección italiana del recital. Grigorian, que acaba de debutar este papel en septiembre pasado en la Staatsoper de Viena, nos presentó una Elisabetta verdaderamente regia pero también sujeta a zozobras, dudas y dolorida ante un destino que no le cabe sino acatar. Me gustó especialmente su ataque, que decidió no hacer tan percutiente como es costumbre, sino acentuarlo mediante un rápido crescendo sobre la primera nota. Es muy de agradecer que, cuando baja al grave y utiliza el registro de pecho, lo hace siempre mezclado, en mecanismo mixto, de forma que esos peligrosos intervalos del comienzo no queden desafinados ni tímbricamente irregulares. Si bien es posible que en unos años su interpretación gane algo en peso vocal, hay que reconocer que desde el punto de vista de la estructura y construcción del aria, la soprano ha hecho un estupendo trabajo y mostró las cualidades no ya de una gran cantante, sino una gran músico. Por lo demás, pudimos disfrutar de nuevo de esa proyección fantástica, de sus pianissimi, sus agudos brillantes y redondos y su estupendo fiato.
Como bis, tuvieron a bien ofrecernos la bella escena de La Carta de Eugenio Oneguin, casi un cuarto de hora de música en el que se dejó la piel encarnando y dotando de mil matices ese discurso de la esa joven enamorada y llena de inseguridades. Lástima que los subtítulos ya hubieran terminado su jornada laboral. Hay que poner de relieve que la Orquesta Titular del Teatro Real cumplió su cometido de manera más que notable a lo largo de todo el recital bajo una batuta de Henryk Nánásy que supo adecuarse a la solista, atenderla y también solicitar a su agrupación lo que se precisaba en cada momento.
Si bien la respuesta del público fue calurosa desde el comienzo, hay que decir que el entusiasmo se desató poco a poco, hasta la salva de bravos finales con el respetable puesto en pie. Quizá es porque Asmik Grigorian es un músico que no hace concesiones a lo que no es la partitura, se entrega vocal y musicalmente pero no hay un asomo de desmesura teatral. Su intensidad expresiva, su fina sensibilidad y su sutilidad interpretativa quizá no se aprecian de forma inmediata -no así su calidad vocal, claro- pero cuando se toma conciencia de todo ello, se tiene la certeza de haber asistido a la prestación de una grande de la lírica. Que vuelva pronto.