Carmen Sevilla se ha ido, y sin ella el mundo es un poco menos el de entonces. El de aquellas tardes con los abuelos viendo Cine de Barrio. “Bienvenidos a Sine de Barrio”, decía ella. Carmen Sevilla era el prototipo de mujer de una época, siempre emperifollada, siempre muy maquillada y con perfume intenso, de señora, de señora con arte.
A mis abuelos les encantaba ver Cine de Barrio, sobre todo cuando echaban alguna de Paco Martínez Soria o de Alfredo Landa. Entonces oía desde la salita reír a mi abuelo, y más tarde a mi abuela. Y yo corría desde la siesta al calor del salón y merendaba, y de fondo sonaba aquel ‘Bienvenidos a Sine de Barrio”.
Con la marcha de Carmen Sevilla no se va solo una bellísima actriz y uno de los referentes culturales de nuestro tiempo. También decimos un poco más adiós a ese mundo hoy ya extraterrestre, sin móviles y sin mayor compañía que la de otros seres humanos en torno a un televisor.
Hoy está más lejos ese aroma a cocido que impregnaba la casa de los abuelos. Ese “buenos días” de los yayos mientras te quitabas las legañas, que es el más tierno del mundo. Esas fotos en blanco y negro de una generación que usaba brillantina para el tupé. La ropa de los domingos coge polvo en los armarios de esas casas donde un día resonó la voz de Carmen Sevilla. La Rosalía de entonces, la dama admirada por las mujeres y a la que aspiraban a enamorar los hombres.
Por aquel Cine de Barrio pasó el cascarrabias y brillante Fernando Fernán Gómez y su patético personaje en El fenómeno, donde interpreta a un catedrático al que confunden con una estrella de fútbol. O Alfredo Landa, que inventó el postureo de Instagram en Vente a Alemania Pepe, cuando su personaje cuenta maravillas de su penosa experiencia en el país teutón.
Una España cateta, sí, pero menos egocéntrica. Hoy el ego lo ha destruido todo, una sombra más alargada que la del ciprés que nos impide ver más allá del yo. Ego bye bye, predicaba el actor Robin Williams. Una España que se reía de su paletismo, porque si algo se nos da bien es reírnos de nosotros.
Carmen Sevilla ya no está, y tampoco mis abuelos me dicen ya adiós desde el balcón de su casa. Siempre, cuando tocaba volver donde mis padres, se asomaban, uno a cada ventana, y miraban y sonreían. Y yo les devolvía el saludo y me iba feliz porque sabía que habría otra tarde de Cine de Barrio y de merienda.
Oscar Wilde dijo en una entrevista que en su obra teatral Mi marido ideal buscaba transmitir un mensaje, que era que había que restar importancia a las cosas serias y dársela a las que parecen simples. Aunque parezca una boutade, razón no le falta. Al final son esas pequeñas cosas las que conforman nuestro ecosistema y el inclemente Cronos se encarga de irnos arrebatando una tras otra. Va desapareciendo el decorado que nos alumbró y solo nos queda mirar el álbum de fotos, transitar por la memoria como el que hace zapping en una tele cada vez más codificada.
Carmen Sevilla se ha ido, y por alguna razón yo sigo en ese salón. Puedo oír las campanadas del reloj dar la hora. A mi abuelo preguntarme qué tal en clase, e insistirme con vehemencia: “Tú siempre sé tú mismo, eh. Tú siempre tú mismo”. Y de fondo aquella voz: “Bienvenidos a Sine de Barrio”.