La sabiduría clásica ha tenido como máxima ética la moderación. Demócrito, Aristóteles, Sócrates, Epicuro, los estoicos… todos han predicado las bondades de una conducta sosegada ante los placeres de la vida. Aquello de que de esta vida hay que irse como de un banquete: ni con hambre ni empachado. La vida pone a nuestro alcance múltiples placeres, vicios incluso, a los que los griegos recomendaban acercarse con autocontrol y también deleite. En el término medio está la virtud, decía Aristóteles.
Un exceso de vicios te puede llevar a la tumba, pero una ausencia total de ellos convierte tu existencia en un ataúd. Los análisis de sangre impolutos, sin un solo asterisco, son de muy mal gusto. Nuestra sociedad vive hoy obsesionada con conservar la salud, pero hemos olvidado para qué. Los antiguos griegos también profesaban el culto al cuerpo, práctica muy recomendada por los filósofos, que al mismo tiempo compaginaban con la búsqueda de un fin, un telos.
Algo que parece olvidarse ante noticias como la de Reino Unido, que ha prohibido la venta de tabaco a todo nacido a partir de 2008. Una medida que no tardarán en imitar otros países (incluido el nuestro) y que solo servirá para impulsar el contrabando.
En la serie española ‘Vivir sin permiso’, basada en una novela de Manuel Rivas, José Coronado interpreta a un mafioso gallego al que diagnostican alzhéimer. Como las visitas a hurtadillas de Tony Soprano a su psiquiatra, el narco de Arousa no puede permitirse que se conozcan sus viajes a Madrid, donde le atiende una neuróloga.
En una de las consultas, Coronado cuenta un chiste de lo más ilustrativo: “Esto es un paciente que va a la consulta y le pregunta a su médico si vivirá 30 años más. El médico le responde:
-Bueno, depende. ¿Fuma usted?
-No.
-¿Bebe?
-Tampoco.
-¿Se acuesta con mujeres?
-Qué va, doctor.
-¿Entonces para qué coño quiere vivir 30 años más?”.
Como decía Fernando Savater en un reciente artículo, muchos, tratando de cuidar su salud, viven como si estuvieran siempre enfermos. Fumar un cigarrillo frente a un atardecer sigue siendo uno de los mayores placeres de la existencia. Como lo es ese primer trago de cerveza fría en pleno verano tras un día de trabajo. O una hamburguesa con queso del McDonals un día de resaca apoltronado en el sofá. Vicios que son los principales enemigos del Ministerio de Sanidad.
Una vez más creo que la clave está en hacer caso a los griegos y sus consejos sobre la moderación. El filósofo Antonio Escohotado fue un firme defensor de la sobria ebrietas, esa suerte de equilibrio en el que uno puede disfrutar de las drogas sin ser dominado por ellas. En los casos de adicción, se suele poner el foco en la sustancia: el malo de la película es el alcohol en los alcohólicos, la cocaína en los cocainómanos… Y se tiende a olvidar que la persona que se ha tirado al abismo de la adicción lo ha hecho motivado por una ausencia, una culpa, una melancolía que se suele obviar. Siempre se dice que la culpa es de la droga. Lo cierto es que detrás de un drogadicto hay un vacío. Detrás de la persona que pide un whisky detrás de otro hay una ausencia, una falta de sentido, una tristeza incorregible o un aburrimiento existencial.
No solo creo que se puede disfrutar de los placeres con moderación, es que me parece la mejor forma de apreciarlos. Cada vez admiro más a quienes son capaces de disponer de lo mínimo para sobrellevar el día a día. Esas personas cuya mochila de necesidades pesa muy poco. Como mi amigo gallego Vieiro, cuyo único vicio es tomarse un par de cafés por la mañana y ver películas del Oeste por la tarde. Y cómo los disfruta. También hincharse a alitas de pollo en ocasiones especiales, un manjar para él digno de un restaurante Michelín.
Esa sobriedad, esa moderación que tanto recomendaban los griegos la contemplo también en mis abuelos, ya nonagenarios. Cuando les sacamos de la residencia, no hay mayor dicha para ellos que un tinto de verano (sin alcohol) y un platito de aceitunas. “Esta noche hasta he soñado con el tinto y las aceitunas”, dice mi abuelo. En esa bisoñez que es también la tercera edad, mi abuelo hasta exalta las cualidades físicas del tinto de verano: “Es que cuando lo tomo siento que hasta me calma los dolores”. Claro, que mi abuelo no sabe que el tinto que está tomando no lleva alcohol. Sí lleva, en cambio, una gran cantidad de sustancias químicas denostadas por nutricionistas y agentes de Salud Pública.
Supongo que más pronto que tarde nos advertirán de los males de los edulcorantes y las ‘bebidas sin’ o ‘zero’, igual que ha ocurrido con todos y cada uno de los alimentos otrora saludables -¿se acuerdan del zumo de naranja?-. Y cuando ese día llegue, unos pocos seguiremos reivindicando que un vaso de tinto de verano y unas aceitunas, en su justa medida, no le hacen daño a nadie.