Isabel de Francia
Nacida en París pero hecha reina en Inglaterra, Isabella de Francia (1295–1358) es toda una leyenda histórica por su fama de mujer cruel. Su vida y obra distan bastante del personaje encarnado por Sophie Marceau en el laureado film Braveheart (1995), protagonizado y dirigido por Mel Gibson.
En esa película se presentaba a esta bella mujer como una dignataria de carácter muy dulce. Pero, en realidad, Isabel de Francia no dudó en vengarse del vacío que le hizo su marido, el bisexual Eduardo II de Inglaterra (1284–1327), cuando éste entregó toda su atención a su amante Hugh Despenser. Con ayuda de su hermano Carlos IV de Francia, y habiéndose procurado un amante de su país natal (Roger Mortimer), la reina gala logró desbancar del poder a Eduardo II de Inglaterra.
El rey y su amante murieron de forma muy violenta en beneficio del orden establecido por Isabel y compañía. Despenser fue descuartizado y con sus restos dio de comer a los perros. El rey, fue encarcelado y torturado entre rejas. Entre los historiadores, no hay unanimidad a la hora de decir si el monarca acabó muriendo en prisión, si sobrevivió, o si fue asesinado por orden de Isabel.
No obstante, según el relato más legendario y escabroso, Isabel pidió que mataran a su marido introduciéndole un hierro incandescente por el ano. No es casualidad que las escritoras británicas Allison Rattle y Allison Vale le hayan dedicado el primer capítulo de Mad Kings & Queens (Ed. Sterling, 2008) – “Locos reyes y reinas”.
Carlos VI
Entre reyes locos, Carlos VI (1366-1422) ocupa un lugar distinguido. Apodado el “bien amado” inicialmente, pasó a ser el “loco” para su pueblo tras perder la razón. La demencia, de hecho, puso punto y final a su reinado. Antes de dejar su cargo, sufrió un par de crisis legendarias. La primera de ellas ocurrió cuando contaba 24 primaveras, trece años después de haber subido al trono.
Estando de viaje con su ejército en un caluroso mes de agosto, Carlos VI perdió la razón en un bosque cercano a Le Mans. En un inexplicable arranque comenzó a atacar con su espada a sus acompañantes, llegando a amenazar a su hermano Luis I de Orléans. Mató a cuatro personas. Cinco meses después, casi le costó la vida el querer animar una boda de una dama de honor de su mujer, Isabel de Baviera (1370-1435).
Se le ocurrió disfrazarse para la ocasión de “salvaje” junto a otros cinco amigos. Los seis se encadenaron para improvisar una actuación de música y baile. De noche, y en plena performance, Luis de Orléans, intrigado y bajo los efectos de la prolongada fiesta, se acercó demasiado con una antorcha para ver a los disfrazados, a los que acabó quemando. A todos, menos a su hermano, que salvó la vida. Sin embargo, Carlos VI, tras el incidente, conocido como “el baile de los ardientes”, no pudo mantenerse en el ejercicio del poder.
Francisco I
Mucho más cuerdo presentan los libros a Francisco I (1494-1547), a quien de hecho puede considerarse todo un intelectual por cómo abrazó los avances del Renacimiento italiano. A Leonardo Da Vinci (1452-1519), lo llamaba “padre”. En la última etapa de su vida, el genio florentino vivió en Francia, en el castillo de Clos Lucé, que Francisco I puso a su disposición.
No lejos del que fue el último hogar del genio universal, en Chambord, en la zona de los castillos del Loira, tomó forma la desmesurada pasión de Francisco I por la arquitectura renacentista. De esa obsesión surgió la voluntad de hacer allí un castillo que se identificara con las ideas aplicadas a la construcción de Da Vinci y compañía.
Su objetivo quedó cumplido a lo grande. Luce así el castillo de Chambord su “gigantismo”, por ser una residencia “al margen de toda escala humana”, según los términos oficiales de promoción turística. Se cuentan en él casi 300 chimeneas, más de 400 habitaciones, 77 escaleras y 800 capiteles esculpidos.
Sin embargo, se dice que Francisco I terminó aburriéndose en Chambord, porque fue sinónimo de costosas obras que tardaron siglos en finalizarse. En su capricho arquitectónico, el rey “renacentista” apenas paró un par de meses. Eso sí, le excusa el que en su época los reyes y su corte eran nómadas, llegando a cambiar de residencia cada quince días.
Luis XIV y María Antonieta
A Luis XIV (1638-1715) la monumental grandeza del castillo de Chambord le vino como anillo al dedo. Allí pasó estancias de lo más animadas, en compañía de Moilère (1622-1673). Según el historiador galo François Bluche, el apodado Rey Sol nunca dijo aquello de “Estado soy yo”, pero él fue el monarca francés que mejor representara en Europa el absolutismo y la defensa del derecho divino de los reyes. Dicho de otro modo, Luis XIV era de los que pensaba que el poder del rey era legítimo por voluntad divina. Esta concepción de la política y de la vida pública constituye la antítesis de lo que es hoy día Francia, un Estado laico a las duras y a las maduras.
No le tocó a Luis XIV pagar por los desmanes monárquicos en la Revolución. Eso correspondió al guillotinado Luis XVI (1754-1793). Su mujer, la también guillotinada Maria Antonieta (1755-1793), se ganó el apodo de Madame Déficit tras años de despilfarros. Uno de los gastos más notorios vino con la creación del Dominio de María Antonieta, situado en los todavía admirables jardines del palacio de Versalles. Allí, lo excéntrico reside en que se podía imitar el vivir una saludable vida rural desprovista de las miserias que explican, en último término, buena parte del brutal fin de la monarquía en el país vecino.