La verdadera muerte es el olvido. Y la principal señal de que vamos muriendo desde el día en que nacemos es esa ingente cantidad de imágenes, de recuerdos que se escurren entren nuestros dedos. Imposible asirlos. La memoria es caprichosa y lo que hemos vivido se desliza al abismo sin remedio, dejando apenas unos charcos de existencia. La muerte es el fin de la memoria. No hay un ahora, ni tampoco un ayer. Todo lo que fuimos marchó para siempre, salvo si quedan personas que nos recuerden.
El otro día leí que la actriz Joanne Woodward padecía alzhéimer y ya no se acordaba de Paul Newman. Me pareció la más triste metáfora de lo efímera que resulta nuestra existencia. Aquella pareja que parecía irrompible; que había compartido los vicios y virtudes del séptimo arte; un tándem que había llevado el 'sí quiero' hasta las últimas consecuencias; se desvaneció para siempre cuando esa mujer que había sido capaz de seducir al chico atormentado con los ojos más bonitos de Hollywood olvidó el significado de las palabras 'Paul Newman'.
Poco importaba que hubieran compartido lecho durante más de 50 años. Aquellas noches de alcohol y música de Sinatra, enturbiadas por el frío e inexorable paso del tiempo, habían sucumbido para siempre por una maldita enfermedad que parece más una maldición divina que algo terrenal. Es un sufrimiento digno de la imaginación de Zeus, que sometió al pobre Sísifo a cargar con una pesada roca por una empinada montaña hasta el infinito.
Banalidad de nuestra existencia
Una enfermedad que no hace sino recordarnos la banalidad (no ya del mal, que también, como escribiera Hannah Arendt) de nuestra existencia. De nuestro secundario papel en este mundo donde, al final, nuestros pequeños dramas cotidianos conforman la única novela que tendremos la ocasión de protagonizar.
El primer presidente español de la democracia padeció esta suerte de maldición. Adolfo Suárez llegó a olvidar que había sido presidente de España. Porque ni los más poderosos se libran de esta condena. El ex presidente de la Generalitat, Pasquall Maragall, lleva desde 2008 padeciendo el alzhéimer. Su mujer falleció antes que él, y como contó su hija en este periódico, el expolítico empeoró drásticamente. “Se alegra de verte aunque no se acuerde de ti”, decía Cristina Maragall, presidenta de la fundación que lleva el nombre de su padre.
Podríamos hablar también de Carmen Sevilla, figura popular querida por todos los españoles, actriz bellísima que tenía enamorados a todos nuestros abuelos. Desde que se conoció su enfermedad, apenas se la ve en sitios públicos. Y, día a día, sus recuerdos se funden a la velocidad a la que se fuma un cigarrillo.
El alzhéimer no solo es un castigo de las personas mayores, también hay gente joven que lo padece. Mi amigo Pedro siempre dice que aunque se casó con Elena, la chica que a él le gustaba era su hermana, la mediana, que falleció con poco más de 40 años por culpa de esta enfermedad. No puede disimular un gesto de tristeza en la mirada cada vez que lo menciona, aunque acto seguido empiece a hablar de temas más mundanos.
La trituradora de la demencia también hizo estragos con mi abuelo. Una buena persona; un buen esposo; un buen padre; un buen abuelo; con el que el destino no tuvo la menor compasión. Su dignidad humana fue deshaciéndose a medida que avanzaba la enfermedad. Para colmo, tuvo que padecer el confinamiento obligatorio por la covid-19, en el que las visitas a centros de mayores se prohibieron taxativamente. Mi abuelo nos olvidó encerrado entre las paredes de una residencia sin saber por qué nadie le iba a ver. Aún recuerdo las palabras de un técnico de sanidad que me dijo que solo podríamos verle si “está a punto de morir”. De la crueldad de aquellos días hablaré en otro momento.
La niñez es el último bastión
Se calcula que con más de 85 años, el 50% de las personas desarrolla demencia -según cifras de la Fundación Pasquall Maragall-. Cuando alcance esta edad la generación del baby-boom, los servicios sociales españoles pueden colapsar. Los cuidados de una persona con alzhéimer cuestan, de media, 24.000 euros al año. Atender a esta población en el futuro podría costar 21.000 millones de euros anuales.
Pero no hace falta estar enfermo para que el mero paso de los años vaya engullendo como un agujero negro momentos de nuestra existencia que en otros tiempos fueron importantes y que, simplemente, dejan de existir. Ahora hay fotos, vídeos y mil maneras de mantener viva la memoria. Pero ni siquiera esos materiales gráficos pueden hacernos recordar los detalles, las circunstancias, el verdadero sentido subyacente de aquellas vivencias únicas.
En casa tenemos un ordenador viejo. No lo encendíamos desde hace años. En parte, por pereza. Y en parte también, por temor a que no funcionara, con la consiguiente constatación de que todo cuanto tenía había desaparecido. Se me ocurrió ponerlo en marcha para rescatar en un disco duro esa parte de nuestra vida que aguardaba en su interior. La colección de imágenes fue demoledora; amigos que ya no están, familia que se ha ido; Navidades de la infancia; adolescencia furibunda; botellones; poemas vergonzantes; amores de recreo; cumpleaños de piñata; redacciones con faltas de ortografía; rap de los 90; rock de los 80; y preocupaciones que no es que resulten absurdas con el paso del tiempo, es que habían sido borradas para siempre.
Cuando alguien bebe para olvidar, lo que en realidad está buscando es matarse. Quitar de en medio sus recuerdos es quitarse de en medio uno. Diluirse en la nada. 'La nada nadea', escribe Jesús Zamora Bonilla en su último libro aludiendo a la frase de Heidegger. La crueldad de la memoria hace pensar que nosotros, todos, nadeamos en este mundo. Aunque mientras suene la música seguiremos forjando recuerdos que terminarán oxidándose hasta desaparecer.
Uno de los aspectos más llamativos de la forma en que se comporta la memoria es que cuando se alcanza la vejez, la infancia está más presente que nunca. Incluso cuando la enfermedad ataca, la niñez es el último bastión que se resiste a claudicar. Pasquall Maragall canta canciones de cuando era niño. Mi abuelo olvidó la casa en la que había vivido los últimos 30 años, pero no dejaba de hablar de un pueblo en el que vivió de joven. Quizá la infancia no sea solo nuestra verdadera patria, como cantó el poeta Rilke. Quizá la infancia sea también ese lugar que nos aguarde cuando todo esto acabe. Ese lugar del que nunca nos hemos ido, aunque los años pasen y se cierre el telón. El último refugio.