El hombre necesita razones para dar la vida a un semejante. En eso se diferencia de los animales, que lo hacen espontáneamente, sin grandes reflexiones. Basta una hembra en celo para que el macho se ponga a la tarea. Los animales tienen crías porque están determinados a tenerlas, porque así se lo exige su instinto, sus genes o comoquiera que los biólogos se refieran a esa fuerza ciega que empuja a las bestias a hacer lo que es preciso que hagan. El hombre, en cambio, demanda un motivo. Puede entregarse a la cavilación y concluir inconveniente, incluso engorroso, tener hijos. Puede negarse. Puede anteponer el éxito laboral, desear una vida sin ataduras, concebir el mundo como un averno indigno de un recién nacido.
Cada vez hay más personas que hacen esto último, que se dicen a sí mismas que mejor no traer hijos al mundo porque qué horror de lugar, porque cuánto van a sufrir aquí. Yo las comprendo. ¿Cómo tener hijos en un mundo que desde Hiroshima vive algo así como un tiempo de descuento? ¿Cómo tenerlos cuando a una crisis no le sigue una época de bonanza sino otra crisis más grave? ¿Cómo tenerlos en una realidad en la que el vicio prospera y la virtud fracasa? ¿Acaso no hay en la paternidad de hoy algo de sadismo? ¿Acaso no han cobrado los alumbramientos el repulsivo aspecto de la arcada, el del vómito?
Cada recién nacido porta una esperanza, la de que lo imprevisible irrumpa en la fatalidad
Algunas personas vinculan las pobres tasas de natalidad contemporáneas con la pujanza del ateísmo y la consecuente ausencia de Dios. Dicen que los hombres ya no tienen hijos porque no creen en la vida eterna, que ya no tienen hijos porque conciben la muerte como el final. ¿Qué diferencia a quien los tiene del terrateniente que transporta a sus cochinos al matadero, hacinados y hediondos? Sin Dios, el nacimiento es tan sólo una sentencia de muerte, el inicio de una tragedia que, a qué engañarnos, es preferible ahorrarse. ¿Por qué tener hijos si están abocados al polvo y al olvido? ¿Para qué tener hijos si, por muy dichosa que sea su vida, por muy próspera, sana, feliz, los atrapará en cualquier caso la muerte y los llevará consigo al reino de la nada?
Felicidad y fecundidad
Comprendo el argumento ―el ateísmo es una falta de fe cuya inevitable consecuencia es la desesperanza―, pero no lo acepto. Algo me dice que no termina de explicar el fenómeno. También un ateo puede percibir la gracia de estar vivo, también él puede querer compartirla con un descendiente. De algún modo la vida basta, de algún modo se justifica a sí misma. A Dios lo descubrimos a través de la belleza del mundo y no tanto al revés. Creo que existir sería un don aunque fuese uno perecedero. Creo que podría concebirse la muerte, aunque tuviese ella la última palabra, como el justo precio a pagar por una muchedumbre de bendiciones de las que también el ateo goza: la justa contrapartida por el privilegio de susurrar un 'te quiero' en la oscuridad del tálamo, por el de escuchar el canto de la abubilla en mitad de la espesura, por el de contemplar el hipnótico vaivén de una rama agitada por la brisa. ¿Acaso nada de eso vale la pena? ¿Acaso no justifica por sí mismo un nacimiento, exista o no la vida eterna?
Además, quien no tiene hijos porque considera el mundo indigno de ellos contribuye más que nadie a su indignidad. La única realidad en la que no merece la pena tener hijos es una en la que de hecho ya no se tienen hijos. Cada recién nacido porta una esperanza, la de que lo imprevisible irrumpa en la fatalidad, la de que lo milagroso quiebre el lógico devenir del mundo.
Probablemente 2023 no transcurra como todos desearíamos que lo hiciese. Los expertos vaticinan inflación, epidemias, guerra. Qué más da, pienso yo ahora. El llanto de un solo recién nacido acalla todos sus presagios. Cualquier desgracia, injusticia, atrocidad palidece ante el prodigio de ese cuerpecillo que asoma entre las piernas sudorosas de una mujer, de ese cuerpecillo que trae consigo, como si fuese el emisario de algún reino lejano, una promesa de renovación y vida.
Feliz y fecundo 2023, queridos lectores.
Arendt
"El ateísmo es una falta de fe cuya inevitable consecuencia es la desesperanza." A veces cuando leo artículos, descubro asombrado, joyas, como la arriba citada. Imagino a su autor, e intuyo que será creyente. Y me pregunto, cómo sabe, que piensa un ateo, adónde le conduce su forma de ver la vida (según él, a la desesperanza, nada menos) y si el tal ateo, es capaz de percibir, también, la gracia de estar vivo.