Hasta los dieciséis años, Tara Westover no conocía la fecha exacta de su nacimiento. Sus padres, dos mormones obsesionados con el fin del mundo, jamás la registraron con un documento legal. Tampoco había acudido a la escuela o a un médico -los maestros y los doctores, decía su padre, eran agentes del sistema y enviados de Satanás-. De conocer, Tara Westover no conocía ni siquiera la costumbre de lavarse las manos o ducharse a menudo. Tampoco el significado de la palabra Holocausto. Ella pensaba que los dolores de cabeza -como las quemaduras o las conmociones cerebrales- se curaban con los ungüentos que su madre preparaba en la cocina mientras su padre leía en voz alta al profeta Isaías. Vivir en el infierno, sin tener noción de la perpetua penitencia que supone para una niña crecer en un entorno de fanatismo al sur del estado Idaho, en las rocosas montañas de Bucks Peaks, que se alzan entre Washington y Oregon. De eso trata Una educación, un libro que se comporta, al mismo tiempo, como una novela y unas memorias. Cada palabra de estas páginas es un martillazo en el clavo de una tragedia. Una versión del sueño americano, contada desde su grietas más profundas y violentas.
Una educación no es, ni mucho menos, un libro sobre mormones, explica su autora. Tampoco es el relato de superación al uso. Es el testimonio de una sociedad enceguecida. La historia de una mujer y de la familia que la devora. Un entramado donde se mezclan la enfermedad, la pobreza y la ignorancia. El supremacismo blanco, en estado puro. Los personajes responden a pseudónimos, pero eso no los despoja de su existencia. Con apenas 32 años, Tara Westover, la menor de una familia de siete hermanos, cuenta, en primera persona, la travesía de una niña que creció recogiendo chatarra en un desguace y su tránsito hacia Harvard y Cambridge. Su padre, Gene (pseudónimo) es un granjero tosco y preside el centro del conflicto. Hijo de un hombre temperamental, abrazó desde muy pronto la fe mormona como un dogma -detrás de su fanatismo se esconde un trastorno de bipolaridad no diagnosticado que alimenta su paranoia-, alguien que levantó a su familia construyendo cobertizos y desguazando metal. Su esposa, Faye (pseudónimo), hija de una costurera con cierta instrucción y manifiesta voluntad de ascenso social, renegó de su educación y obedeció a aquel sujeto como si de un padre enloquecido se tratara, hasta convertirse en la pieza muda de un sistema opresor: una familia de la que nadie salió ileso. Nadie.
Quien lea las páginas de Una educación asistirá a un testimonio arrancado en carne viva. El de una mujer, Tara, que descubrió que, para incorporarse al mundo, debía dejar atrás el suyo, aquel en el que creció y a todos quienes lo habitaron: su padre y madre, pero también Shawn, el hermano violento, cuya crueldad provenía también de un síndrome de bipolaridad no diagnosticado; Tyler, el primer hermano que decide rebelarse y acudir a la escuela; Audrey, la hermana oprimida y también maltratada que se sepulta en una caravana a criar niños; Lucke, vástago poco aventajado que se rebana el brazo en una cizalla y se deja la vida en trabajos de peón, una suerte muy similar a la que obtendrá su hermano Tony. Una existencia de gasolinera y chatarrería, condenada a la ignorancia, el racismo y el maltrato.
Dividida en tres partes, la historia se desarrolla entre los años ochenta y la primera década del año 2000, aunque todo ocurre en el tiempo mental, en los recuerdos, de Tara Westover, que reconstruye la historia desde una mirada retrospectiva. El arco narrativo va desde una infancia sin contención a los designios paternos ¾pasar los veranos hirviendo conservas como provisión para el fin del mundo¾, hasta el duro trasiego del conflicto entre el padre y la hija. Animada por Tyler, uno de los hermanos mayores que comenzó a estudiar de forma encubierta y finalmente se fue a la universidad, Tara Westover intenta, no sin vacilaciones ni miedos, acceder a la educación.
No lo tendrá fácil. A la paranoia de su padre y la abierta oposición de este a que Tara se eduque y socialice, se unen los ataques sádicos de un hermano aquejado por una enfermedad mental, Shawn, cuya inestabilidad empeora tras sufrir un accidente de trabajo al caer desde 12 metros de altura. Ambas presencias, la de Tyler, el hermano ilustrado, y las de Shawn, así como las del padre y la madre, se ciernen como alargadas sombras en la voz de esta narradora, que se deja el alma en el alambre de espino de su propia biografía. Una chica que pasó de descubrir que Europa no es un país a estudiar en Cambridge. Alguien para quien el mundo se abre, empujado por una enorme fuerza de supervivencia que aguijona al mismo tiempo que conmueve.
En este libro, el ejercicio literario de las memorias se vuelca en la educación como concepto central y principal protagonista. Es, en sí mismo, el espíritu que empuja el libro. La educación como aquello que se recibe o se busca. Ese instrumento que permite dar forma a la experiencia como materia maleable. El acto de conocer y pensarse a sí mismo como gesto de autonomía y libertad sobre el que Tara Westover reflexiona con belleza literaria y la madurez espiritual de los escarmentados.