Cultura

Timidez hispana: un arma de doble filo

Hay entre nosotros un complejo de inferioridad, una timidez casi ontológica que implica que el término medio de las culturas de cuño hispano tengan una débil consistencia

  • El escritor Miguel de Unamuno.

Borges habló en su momento de una adorable quietud hispana, también de una amistad que es difícil de encontrar en culturas occidentales distintas a aquellas donde se habla la lengua de Rulfo, de Machado o Valle-Inclán. Tal bonhomía es una bendición de la que debíamos estar orgullosos, sobre todo en un mundo contemporáneo gobernado por sinvergüenzas armados con algoritmos tecnológicos y económicos. Sin embargo, un reverso anímico, un daño colateral de este bendito calor humanista parece recorrer las latitudes de temperamento hispano. En muchas naciones del universo latino encontramos un constante déficit en la modernización de la fuerza, privada y pública. Por ejemplo, en lo que atañe a una cuestión clave: la conciencia estatal y nacional en la firmeza de ser así, como somos, seamos bolivianos, chilenos o colombianos. Y de defender esa singularidad hasta el fin. Lo cual significa también la capacidad de tener enemigos y sostenerse ante ellos. Hay entre nosotros un complejo de inferioridad, una timidez casi ontológica que implica que el término medio de las culturas de cuño hispano tengan una débil consistencia, una conciencia temblorosa de su identidad en la arena internacional. Y no sólo eso. Esta debilidad, a la fuerza, opera primeramente hacia dentro, en la inconsistencia de la organización interna, desde la educación y la cultura a la economía.

La especial relación con lo trágico, señalada por Unamuno, Carlos Fuentes y otros, ¿es lo que hace débiles internacionalmente a los hispanos? Si fuese así, es un error moral, una especie de cobardía anímica. Sólo el que ha sido tímido tiene derecho a ser duro, a sostener una inteligencia retadora. El valor ante lo trágico exige, también para proteger a los que sufren, pisar sin temblor la arena de la comedia mundial. Es un deber moral. Pero sobre él opera perversamente en nosotros un equívoco de origen protestante. La sentimentalidad del corazón no es necesariamente blanda, también puede estar armada. Quizá, dicho sea de paso, la gente ingenua es la de ciencias, no la de letras. En todo caso, no entender que la convergencia y la paz mundiales son un resultado de las relaciones de fuerza, y no el producto de un pacto donde todos somos igualmente neutrales, es un confusión que en nosotros no es teórica, sino muscular, como un temblor anímico del cuerpo.

Ser cosmopolitas, como lo fuimos antes y después de Cervantes, exige encontrar un lugar en la desprotección, ser capaces de navegar en el vértigo de lo planetario. Sin miedo escénico ni demasiadas esperanzas. Pero hace tiempo que la sentimentalidad hispana encuentra excesivamente fría y desolada la planicie de lo mundial. A diferencia de Italia o Francia, los españoles nos hemos refugiado en una cálida bonhomía que enrojece o palidece ante la incertidumbre de cualquier gesta exterior. Como si tuviéramos algo muy peculiar de lo que avergonzarnos, más que cualquier otra cultura. Esta ingenua retirada se produce en el orbe hispano al margen del tamaño, la riqueza económica y la potencia económica de cada nación. El caso es que, si falla esa resolución exterior, con su correlato de poder estatal, todos los otros elementos de una modernización, de la cultura y la ciencia a la economía, quedan sueltos, descabezados.

Es aproximadamente lo que decía uno de últimos embajadores estadounidenses, poco antes de hacer las maletas: "Lo único que no me gusta de España es lo poco que se quiere sí misma". Un parecido síndrome lo podemos encontrar en otros parajes hispanos. El caso de México, una nación que actualmente tiene cerca de 130 millones de personas, con casi 30 en Estados Unidos, es bastante rotundo. Como norma, durante el priismo y el panismo, México mantuvo con el poderoso vecino del norte una actitud ingenua, bastante mendicante y acomplejada. Servilismo que resulta parecido al que España, gobernando la derecha (Alemania) o la izquierda (Francia), sigue manteniendo con la UE. Dentro de su vigorosa pujanza, hay pocas dificultades hispanas -sea la desigualdad social y la pobreza, la violencia o la corrupción- que no tengan una relación más o menos directa con una dubitativa conciencia nacional. Lo que no se vuelca hacia afuera, se ensaña hacia el interior: esto vale para un individuo, una familia o una nación. Con la consiguiente fragilidad de las instituciones estatales.

En cuanto a la hispanidad es posible que Unamuno sea más rotundo, pero encontramos que el "particularismo" que Ortega denuncia en España invertebrada -un fenómeno que él sitúa, más que en Cataluña o el País Vasco, en el poder central- se debe a una especie de dimisión histórica. Según lo describe Ortega en el capítulo V de este extraño y todavía vigente libro, el problema de España no son los secesionismos periféricos, sino, por así decirlo, el separatismo de Madrid con respecto a la audacia descarada que necesita una nación moderna para mantenerse. Cuando falla esa resolución externa, falla también la cohesión interna. "Será casualidad -comenta el autor de Meditaciones del Quijote-, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular". Igual que en todo cuerpo orgánico, la debilidad hacia afuera revierte casi automáticamente contra el adentro. "Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho", leemos.

¿Debilidad hispana?

En el particularismo de cuño hispano cada empresario, cada policía, cada político, cada ciudad y cada gremio camina por su lado. Quizá de remota herencia árabe, este localismo se ha acentuado por la debilidad de todas nuestras revoluciones burguesas, que apenas han constituido naciones unificadas estatalmente. Y volcadas sobre el mundo, con la hilera de aliados, rivales y enemigos que sean de rigor. Es esta debilidad en la proyección histórica lo que hace que una nación se desgarre en luchas intestinas. La guerra civil española, que de manera democrática parece aún seguir en estado larvario, es sólo un ejemplo. "En tiempos de paz el hombre belicoso se lanza contra sí mismo", nos recordaba Nietzsche. Ahora bien, ¿qué hombre, qué nación no es en su raíz belicosa, obligada a luchar para mantener su singularidad, sin mendigarle a nadie reconocimiento? Recordemos que incluso Franco, y esto es muy incómodo decirlo, era un flojo comparado con Hitler o Mussolini.

Esta debilidad histórica no es un problema de tamaño, sino de convicción política ante el reto de lo mundial. Aparte de la Argentina de Perón y el México de Lázaro Cárdenas, el ejemplo de Cuba sigue siendo -con todos sus defectos- una de las pocas excepciones significativas a la timidez hispana. Con mil errores del régimen, una pequeña isla de doce millones de habitantes resiste el acoso de una de las mayores potencias del mundo. Y esto gracias a la inteligencia y resolución de su "patriotismo". ¿Hay muchos ejemplos similares en nuestro universo hispano? Si la derecha española puede hoy hacer burla de esta pequeña heroicidad, desaprovechando su potencial, es solamente porque ella también ha dimitido de casi todo lo que sea coraje político en la arena mundial. Más importante que el marxismo, ha sido entre los cubanos una popular conciencia nacional. Lo prueba el hecho de que, después de Castro y de la Unión Soviética, persista la audacia nacional y estatal, aliada ahora con un fondo de sincretismo católico que siempre latió en el orbe hispano. Es esta resolución, política e impolítica, la que falta dramáticamente en España, donde parece que hemos conquistado la democracia y la modernidad al precio de perder casi toda noción de lo que sea ejercer un uso legítimo y moderno de la autoridad, de la fuerza.

La idiotez sectaria es el abecé de la vida política en todas partes, pero el nivel al que llega en los países hispanos la polarización no tiene un fácil equivalente

Nuestra invertebración estructural, anímica e institucional, con sus secuelas de tensiones regionales centrífugas, se duplica otra vez en el sectarismo partidario entre derecha e izquierda, entre izquierda y derecha. No sólo en la actual España, también en Argentina y Perú, el fanatismo ideológico de las distintas sectas partidarias es el sucedáneo de una totalidad nacional flotante, con una conciencia comunitaria que ha sido -con la ayuda de potencias extranjeras- adelgazada al máximo. Es cierto que la idiotez sectaria es el abecé de la vida política en todas partes, pero el nivel al que llega en los países hispanos la polarización no tiene un fácil equivalente. Tal vez la causa sea muy simple y siga teniendo relación con el diagnóstico de Ortega. No existe el valor de una conciencia de proyecto común en la complejidad universal, un mínimo "orgullo" singular ante unos otros que, por cierto, también son imperfectos y muy singulares. De manera que la hostilidad que atraviesa cualquier sociedad civil, acentuada por la rivalidad interminable del capitalismo, no encuentra entre nosotros diques de contención. 

Lo que podríamos denominar autoodio, mal llamado "malinchismo" en México, es una de las herencias más perniciosas que la "madre patria" ha legado a las antiguas colonias. Es palpable en Bolivia y Perú. En Argentina. Pero también en Asturias y en Extremadura, en Valencia. Privada y pública, la corrupción, sobre todo la corrupción invisible de la inercia burocrática, es uno de los signos de ese odio a sí mismo y su despedazamiento interno. Los hispanos no acabamos de entender que cuando la "corrupción" es hacia el exterior y se vuelca en agresividad y competencia, ya no se llama corrupción, sino potencia política, económica y militar. Que es en definitiva lo que cuenta en un mundo dominado, no por corazón, sino por el poder y la desvergüenza.

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