Conocía el interés que siempre mostró Winston Churchill por la ciencia y la tecnología, y en muchas ocasiones he echado de menos que buena parte de los Presidentes actuales –como sabemos bien en nuestro país– carezcan de su clarividencia para relacionar la inversión en investigación con el progreso económico. “No hay inversión más rentable que la del conocimiento”, dejó escrito Benjamin Franklin a mediados del XVIII, y un siglo después Louis Pasteur diría algo equivalente aunque en otro idioma: “La ciencia es el alma de la prosperidad de las naciones y la fuente de todo progreso”. Churchill lo sabía: era un estadista cultivado que en paralelo a su trayectoria política había leído con atención a su compatriota Charles R. Darwin, estaba al tanto de los últimos avances en física, química o ingeniería, e incluso escribió algunos artículos de divulgación científica. De hecho, durante sus mandatos como Primer Ministro no dudó en contar, por primera vez en la historia, con un asesor científico. Acertada decisión, pues buena parte del desarrollo científico-técnico actual del Reino Unido aún se debe al empuje recibido durante aquellos años convulsos.
Sin embargo, hasta que he tenido ocasión de leer el Comentario del astrofísico Mario Livio que hoy publica la revista Nature, no podía imaginar que Churchill también se hubiera interesado por la posibilidad de que exista vida extraterrestre, es decir, por lo que décadas más tarde se convertiría en una de las líneas de trabajo claves de la Astrobiología. Pero las 11 páginas mecanografiadas por Churchill en 1939 y redescubiertas el año pasado nos muestran su profundo interés por este tema. Aunque aún no se ha tenido acceso a ese ensayo, titulado “¿Estamos solos en el Universo?”, los datos desvelados en Nature nos hablan de un político que –probablemente influido por la locución radiofónica de “La guerra de los mundos” realizada por Orson Welles en 1938– no creía que la vida pudiera haber aparecido solamente en la Tierra. Además, con Europa asomándose al abismo de la Segunda Guerra Mundial, tenía serias dudas de que los humanos fuésemos la cima de la vida inteligente en el Universo.
Por el contrario, Churchill mantenía que en todos los planetas donde hubiera agua líquida –lo que consideraba, y consideramos, esencial para la vida– podría haberse desarrollado algún tipo de formas biológicas capaces de multiplicarse y evolucionar. Me sorprende la modernidad de sus planteamientos, en los que maneja conceptos como la “habitabilidad”, una de las palabras clave utilizadas actualmente por la NASA, la ESA y otras agencias espaciales. Además, incluso teoriza sobre la existencia de planetas extrasolares –de los que el primero se descubrió en 1990 y hoy conocemos casi 4.000– orbitando en torno a los “miles de millones de soles que puede tener cada uno de los cientos de miles de nebulosas”. Con este ensayo descubrimos una nueva e inesperada muestra de la cultura científica de Churchill, aderezada por su educated guess –esa certera expresión anglosajona que podríamos traducir como “presunción bien fundamentada”– y su gran espíritu crítico.
Aún no sabemos si existe o no vida extraterrestre, si los seres vivos que poblamos este planeta estamos solos en la inmensidad del Cosmos o si por el contrario habitamos en una de las muchas biosferas que se han desarrollado en él. Por tanto, merece la pena seguir interrogando a la naturaleza, apoyando el avance de la ciencia, haciéndonos grandes preguntas en las noches estrelladas. Como escribió el biólogo John B.S. Haldane, ilustre compatriota de Churchill –con quien tuvo ocasión de entrevistarse durante la Batalla de Inglaterra– y uno de los pioneros en la investigación sobre el origen de la vida: “Sospecho que hay más cosas en el cielo y la Tierra de las que haya soñado, o pueda soñar, cualquier filosofía”.