Llega el calor, los chicos se enamoran y Atlético y Real Madrid se enfrentan en Champions. En una rutina como de novios de verano, los dos máximos exponentes del fútbol madrileño vuelven a encontrarse en su cita anual, no en el mismo sitio pero casi a la misma hora.
Para los unos, la oportunidad de redimirse ante quien hasta en tres ocasiones (dos de ellas, en el último escalón) les ha apartado últimamente de la 'Orejona'; para los otros, la última trampa que esquivar hasta llegar a Cardiff, la estancia donde descansa el grial de la Duodécima, y convertirse así en el primer equipo que burla la maldición de no repetir título.
El Real Madrid es para el Atleti, no nos engañemos, algo así como el monstruo final del videojuego. Simeone tiene más o menos memorizada la combinación de botones necesaria para derrotarlo pero siempre hay un último salto en el que el argentino resbala y cae por el precipicio con la última vida. Así que lo de evitar el temido partido único y desfilar por la cuerda floja del Bernabéu sabiendo que tienen la red de la vuelta colocada en el Manzanares no desagrada a la parroquia colchonera.
Contra esa sensación atlética de que es la hora de la redención definitiva, de que el Calderón pareció inaugurarse hace cincuenta años esperando un adiós así, de guión de película de Disney, está un Real Madrid que rara vez se extravía en las grandes citas. El de Zidane es un equipo lleno de vías de agua cuando no se siente exigido pero, con los efectivos en cancha concentrados al máximo, se convierte en una hidra de once cabezas. Su gen ganador es tan difícil de anular en su competición predilecta que necesita de muchos disparos para caerse del caballo.
El mejor epólogo posible está servido. Mayo decidirá si el Atlético se muda con honores al Wanda Metropolitano o si se despide del Paseo de los Melancólicos en una última metáfora de ello. La última final del Calderón tendrá aún más tronío que la de la Copa. Un último Little Bighorn al lado del río en el que, quién sabe, quizá ganen otra vez los indios.