En la enésima carrera de Fórmula 1 durante la cual llovieron, nunca mejor dicho, las críticas a casi todo lo que rodea a la competición, el talento de los mejores pilotos sobresalió especialmente.
El agua, las penosas prestaciones de los neumáticos de lluvia de Pirelli y las decisiones excesivamente conservadoras de Charlie Whiting -director de carrera- llevaron a interrumpir dos veces el Gran Premio de Brasil.
A la segunda bandera roja, los espectadores presentes en Interlagos prorrumpieron en un sonoro abucheo representativo de la indignacion de los millones de aficionados a este deporte en todo el mundo.
Muchos pilotos expresaban por radio su perplejidad ante la segunda parada. Y los expertos y seguidores clamaban en las redes sociales recordando los viejos tiempos de la F1, cuando se competía con lo que el cielo les echase: sol, viento, lluvia...
Afortunadamente, cuando el pesimismo arreciaba y los mayores agoreros pronosticaban el apocalipsis de un deporte legenadario, apareció el talento de Max Verstappen.
Pese a su juventud, es un coloso que siempre tiene hambre, que pisa el acelerador en toda circunstancia y que dejó escena para la videoteca. La que protagonizó al controlar su Red Bull de forma magistral después de patinar sobre el anegado asfalto de Interlagos. Y un puñado de adelantamientos solo al alcance de los más grandes.
Tampoco sería justo despreciar la actuación de otro joven, el español Carlos Sainz, que rozó el podio durante buena parte de la carrera. Su conducción es menos espectacular que la de Verstappen, pero igual de loable. Y en jornadas convulsas como la de Brasil, muy eficaz. Por eso acabó sexto.
Por supuesto, viejos rockeros como Hamilton o Alonso hicieron honor a su bien ganado prestigio. El inglés firmó otro triunfo grandioso, que obliga a Rosberg a sudar el título hasta la última cita del Mundial y el último metro de carrera. Y el español, con su penoso McLaren, picó piedra toda la tarde en busca de la zona de puntos. Al final, consiguió uno merced a su décima posición.