La declaración ayer de Cristina de Borbón en el juicio que en Palma de Mallorca se sigue por el llamado caso Nòos, obliga a poner de manifiesto la hipocresía y las contradicciones de nuestros legisladores y gobernantes en relación con el asunto de los derechos sucesorios de la Infanta o, dicho de otra forma, con la necesidad de proceder cuanto antes a despojarla de sus derechos sucesorios. Es verdad que desde que Doña Cristina fue procesada se ha escrito y hablado sobre la renuncia a esos derechos pero, por desconocimiento o por servilismo cortesano, se ha transmitido a la opinión pública la idea de que se trata de una decisión personal de la interesada, una falsedad como la copa de un pino a la luz del régimen parlamentario del que en su día nos dotamos, que nada tiene que ver con las viejas Monarquías patrimoniales de antaño.
Al Rey Juan Carlos I, cofundador del régimen del 78, los españoles le premiaron con gran generosidad, hasta el punto de que los sucesivos Gobiernos y las Cortes Generales permitieron que, en la práctica, la Corona funcionara como un organismo autónomo, alejado del control democrático y envuelto en un velo espeso de opacidad. Tan cierto como que nada se reguló sobre su funcionamiento o los posibles conflictos de intereses que pudieran surgir en el seno de la institución, lo que quedó de manifiesto cuando en el mes de mayo de 2014 se produjo la renuncia apresurada del Monarca. Entonces, casi todo se tuvo que improvisar y tanto el Gobierno como las Cortes aparecieron más como subordinados a las órdenes del Rey saliente que como los depositarios genuinos de la soberanía popular.
Las nuevas Cortes deberían demostrar que la proclama reiterada de la lucha contra la corrupción también afecta a la Casa Real
En el sistema parlamentario establecido en nuestra Constitución, ninguna institución puede quedar sustraída al control de las Cortes y del Gobierno que emana de ellas. Mucho menos la jefatura del Estado que, a pesar de su carácter meramente representativo, es el símbolo de la nación. Ni en las monarquías burguesas que sobreviven en Europa ni en las repúblicas, sean presidencialistas o parlamentarias, sus monarcas o presidentes pueden funcionar sin el contrapeso o control de los órganos de la soberanía. De ahí que las prácticas seguidas durante el llamado juancarlismo en modo alguno deben continuar: la Corona ha de reintegrarse sin reservas al orden parlamentario y su titular y sucesores deben quedar sometidos a las exigencias de transparencia y comportamientos exigibles a la primera magistratura del país. En el caso de la monarquía, supone, además, entrar en las cuestiones que afectan a la familia del Rey y a sus herederos. Y, evidentemente, no es el Rey, o no solo, el que debe arbitrar o resolver los conflictos que surjan en su Casa o en su familia, sobre todo aquellos que tienen dimensión pública, como es el caso que nos ocupa.
El nuevo Parlamento debe actuar de inmediato
La hermana del Rey declarando en el banquillo de los acusados supone un conflicto tanto desde la óptica de la imagen de la Monarquía como desde la perspectiva del funcionamiento de las instituciones, que es lo que más importa. Esa y no otra es la razón del interés que en los medios despierta el caso de una Infanta de España que voluntariamente ha elegido unir su destino al de un presunto ladrón de fondos públicos, y lo que nos impele a reclamar decisiones inmediatas al respecto: ni entendemos ni compartimos el discurso según el cual la decisión corresponde a la Infanta o al propio monarca Felipe VI, porque ni la una ni el otro son los responsables últimos, salvo, claro está, que la Infanta renunciara motu proprio. Al Rey no se le puede pedir lo que no está en sus atribuciones conceder, puesto que los verdaderos responsables son el Gobierno y las Cortes Generales, de donde se deduce que la Corona debe limitarse a asumir o ejecutar las resoluciones que, en su caso, aquéllas adopten.
Penoso resulta tener que recordar principios tan elementales, lo que da idea de la calidad democrática del régimen español. Y no sería de recibo que el nuevo Parlamento, pretendidamente tan valiente a la hora de combatir la corrupción, permaneciera impertérrito ante una situación, a todas luces irregular, que afecta nada menos que a una sucesora a la Jefatura del Estado. Por eso creemos que las nuevas Cortes, sin necesidad de esperar a la constitución del Gobierno, deberían enmendar de inmediato este estado de cosas mediante la oportuna proposición de ley, demostrando de paso que la proclama reiterada de la lucha contra la corrupción también afecta a la Casa Real y no es un mero ardid para seguir engañando crédulos.