Afganistán ha dejado una huella indeleble en el Ejército de Tierra español tras dos décadas de misión. Un vasto territorio que ha olvidado los contrastes para virar siempre entre los límites; desiertos y montañas infranqueables que se desgastan entre el calor más árido o el frío más extremo. El afgano es un país que cuenta historias de combates intensos de los militares españoles, como el de Sabzak, o de tragedias que no se deben olvidar. Pero también de enfrentamientos hasta la fecha desconocidos, como el que protagonizaron una quincena de efectivos en el distrito de Moqur.
El episodio tuvo lugar el 25 de agosto de 2010. Una larga columna de vehículos tiene previsto recorrer una de las carreteras que vertebran la región. Son diez vehículos de las fuerzas oficiales afganas, repartidos entre ocho ligeros y dos de carga, y dos secciones de la ‘Task Force Comanche’ estadounidense, compuesta por cuatro vehículos cada una. Un recorrido no exento de riesgo en un escenario donde las emboscadas y los atentados son la tónica habitual.
La coalición internacional que opera en Afganistán sabe -a base de lecciones aprendidas- que es necesario extremar las precauciones ante un traslado como el que centra esta historia. Por ello despliegan una compañía de limpieza de rutas dotada de un vehículo de limpieza de minas. Y es aquí donde entran en juego los militares españoles, a los que se les asigna la misión de tomar posiciones en puntos elevados para tener una mejor visión y proteger el convoy.
La intervención recae en los paracaidistas que integran la ‘Task Force 6 Para’, tal y como apunta el teniente coronel Norberto Ruiz en el blog del Ejército de Tierra, quien trae a la memoria el episodio. Teniendo en cuenta la distribución del terreno se reparten en dos secciones, cada una en un punto, para tener un mejor control de la situación. Son las 6.40 de la mañana cuando la sección del teniente Molero está a punto de llegar al lugar asignado. Y en ese mismo instante se escucha una explosión.
Cambia la misión
Un artefacto colocado en plena carretera estalla al paso del vehículo roller que debía despejar la ruta. La maquinaria no responde: está completamente inutilizado. La misión cambia en cuestión de segundos. Ya no se trata únicamente de dar seguridad a un convoy, sino de proteger al vehículo que ahora es pasto de los insurgentes.
Molero y los suyos terminan de recorrer a pie la última distancia que les separa de su cota: el terreno es tan abrupto que es imposible hacerlo de otro modo. Son doce paracas y tres miembros del equipo de tiradores, todos ellos del Ejército de Tierra. Estudian la situación. Toman posiciones. No tardarán en encontrar señales de que algo está a punto de ocurrir.
A las ocho de la mañana el teniente Molero divisa en lontananza un rebaño de cabras, escoltadas por dos supuestos pastores que permanecen en observación durante dos horas. Y un poco más allá, un hombre con dos burros que hace lo propio durante el mismo periodo de tiempo. Señales inequívocas en Afganistán.
Pero hay más. En torno a las nueve de la mañana se detecta en el noroeste la trayectoria inconfundible de dos motocicletas. Media hora más tarde aparece a lo lejos un todoterreno con cinco ocupantes a bordo, que les hacen unas señales que no logran descifrar. Si aún albergan algún tipo de duda -no es el caso-, a las diez ven a unos 2,5 kilómetros de distancia una motocicleta cuyos ocupantes están armados. Y van hacia ellos.
Quizá el lector pueda pensar que la presencia de una única motocicleta ante quince militares españoles adiestrados e instruidos para el combate no sea una amenaza representativa. Pero una amenaza en Afganistán casi nunca viene sola. Por eso Molero pide permiso para abrir fuego. Denegado. Sólo queda esperar acontecimientos.
Empieza la tormenta
Todos los elementos confluyen finalmente a las 11.22. De forma coordinada reciben fuego desde tres posiciones diferentes, con fusilería, fuego de ametralladores y lanzacohetes. Así se lanzan sobre unos miembros del Ejército de Tierra que venían de dormir en la intemperie, aunque preparados para hacer frente a cualquier vicisitud.
La expresión de que las balas silban sobre sus cabezas no puede ser más acertada: uno de los proyectiles impacta en la mochila que el cabo primero León lleva a la espalda, incrustándose en la batería de una radio PR4G-9100. Molero dio instrucciones precisas. Era difícil encontrar el origen de los fuegos atacantes, pero era necesaria la reacción. Así, pide fuego de apoyo al observador del equipo de tiradores de precisión.
Aprovechando el momento avanzan hasta un pozo de tirador en mejor posición. El fuego enemigo no cesa y se prolonga durante más de diez minutos. El teniente Molero pide al sargento Molina que vuelva donde están sus vehículos en busca del mortero 60 milímetros.
El enemigo ataca con intensidad. Es difícil asomar la cabeza para fijar la posición de los insurgentes, pero en un momento determinado el teniente logra identificar que se desplazan hacia el este. En ese momento da instrucciones para disparar cuatro granadas rompedoras con el mortero. Inmediatamente el enemigo dejó de atacar.
El apoyo aéreo no tardó en llegar, pero desde el cielo afgano fue imposible localizar nada: probablemente los insurgentes ya hubieran recogido sus bajas y todos sus efectos para ponerlos a resguardo bajo las mantas camufladas por la arena y las piedras.
Y es así como quince efectivos del Ejército de Tierra no sólo sobrevivieron a la emboscada de los insurgentes, sino que cumplieron con éxito su misión. Sus nombres: teniente Molero; sargentos Molina y Bermejo; cabo primero León; cabos Montaño y Arrebola; y caballeros legionarios paracaidistas Arrobash, Oviyuz, Sosa, Bautista, Porto, España, Varo, Cuenca y Guzmán.