Si Mariano Rajoy hubiera ganado las generales de 2011 con apenas 162 diputados, y por tanto se hubiera visto obligado a gobernar con el apoyo filibustero de tirios y troyanos, mayormente los atenienses de siempre, entonces a estas horas podríamos afirmar con justicia que el presidente lo ha hecho razonablemente bien, que se ha batido el cobre, que ha emprendido reformas costosas, que ha derramado un sufrimiento controlado orientado hacia la satisfacción futura de las expectativas nacionales, y que tanto esfuerzo se empieza a ver recompensado con las primeras luces del alba de una recuperación que, si bien incierta en cuanto a su intensidad y sus efectos reales sobre la población, hoy pocos se atreven a negar. Pero como resulta que el candidato obtuvo 186 diputados (casi 11 millones de votos, o el 44,62% de los emitidos) el juicio al vadear el ecuador de la legislatura necesariamente ha de ser otro, uno mucho más duro, más exigente y desgarrado, roto por las cuatro esquinas de la oportunidad perdida, la esperanza frustrada: la que depositó en su Gobierno una gran cantidad de españoles que lo eligió para que, sin miramientos, pusiera a ese enfermo terminal que era la España heredada de Zapatero sobre la mesa de operaciones y abriera en canal, presto a extirpar de raíz el mal de un sistema que llegó a sus manos exangüe, muerto por consunción.
Nunca en la historia de la democracia española tuvo un Gobierno tanto poder en sus manos para haber cambiado el país del revés como un calcetín. Nunca tanto poder territorial, una oposición tan débil, unas instituciones tan desprestigiadas, desde la Corona hacia abajo en cascada, por los miasmas de la corrupción. Era una oportunidad de oro para haber transformado el país, haber hecho las reformas económicas necesarias y haber abordado una regeneración de las instituciones capaz de alumbrar esa España abierta, moderna y próspera, liberal, con la que sueñan tantos compatriotas. El presidente Rajoy, y con él la derecha política española, ha vuelto así a perder –por segunda vez en lo que va de siglo- una ocasión única para regenerar la economía y, sobre todo, la política, una oportunidad que difícilmente volverá a repetirse en mucho tiempo. A pesar de los síntomas de recuperación que apuntan algunas variables, el gran ajuste se ha quedado a medio camino, está a medio hacer, y pocas esperanzas caben ya de que este Ejecutivo sea capaz de completar la tarea, metido como va a estar casi de inmediato en justas electorales.
Nunca en la democracia española tuvo un Gobierno tanto poder como para haber cambiado el país del revés como un calcetín
Si el motto de la acción de este Gobierno fue la lucha decidida contra el déficit público, entonces podemos decir que la batalla está lejos de haber sido ganada, como prueba el hecho de que casi nadie espere que este año seamos capaces de alcanzar el 6,5% (sin rescate bancario) del PIB comprometido, y que la propia CE nos haya recordado anteayer que el objetivo de déficit del 5,8% para 2014 no será alcanzable sin medidas de ajuste adicionales (que el Gobierno, chulapo a la hora de presumir, descarta). En espera de que la recuperación en ciernes obre en los ingresos fiscales el milagro de la multiplicación de panes y peces, la pelea de embridar el déficit –nuestros Estado sigue gastando del orden de 70.000 millones más de lo que ingresa- se está demostrando un imposible metafísico, una quimera, para un Gobierno que ha sido incapaz de ejecutar una estrategia de adelgazamiento del Estado acorde con su capacidad recaudatoria, puesto que la sedicente reforma de las Administraciones Públicas que apadrina el subsecretario Pérez Renovales, el hombre que Emilio Botín ha colocado a la vera de la vicepresidenta Soraya, más parece broma que otra cosa.
Los mismos nubarrones se ciernen sobre la reforma del sistema financiero. Si el éxito de la misma había que medirlo por la vuelta del dinero a los canales del crédito, entonces el resultado, al menos de momento, ha sido un fiasco. Y sin crédito, con alta presión fiscal y con 6 millones de parados se hace difícil imaginar una recuperación del consumo privado y por ende de la economía. Los dos años de legislatura apuntan ya a un ganador claro: la gran banca. El Gobierno, que ha invertido más de 60.000 millones en el saneamiento del sistema, la necesita para financiar la riada inagotable de la deuda pública, que es la única actividad rentable en la que ahora parecen ocupados. El informe de noviembre del Bundesbank, al que aquí aludía el jueves Miguel Alba, señala que la banca incrementó los títulos de deuda en su poder en 133.000 millones en menos de dos años (de los 166.000 de noviembre de 2011 a los 299.000 de septiembre 2013), con un crecimiento del 81%. Un negocio seguro que evita la incomodidad -y el riesgo- de tener que prestar a pymes o familias. En un país con una democracia tan débil como la española, la crisis se ha traducido en una concentración de poder desmesurada, sin igual en nuestra historia reciente, en manos de un ramillete de banqueros y grandes empresarios (por no hablar de los lobbys y su influencia sobre los reguladores) que cuentan con capacidad sobrada para modular, cuando no frustrar, todo intento reformista, liberalizador e incentivador de la competencia, todo lo cual se subsume en una pérdida todavía mayor de calidad democrática.
El fiasco de la regeneración democrática
Pero es quizá en la vertiente política donde este Gobierno ha dilapidado de forma más lamentable el caudal político del que llegó investido. Nada en términos de regeneración democrática. El reparto del pastel ocurrido esta misma semana con el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) ha acabado de un plumazo con las esperanzas de quienes, a pesar de los pesares, seguían manteniendo una cierta confianza en la voluntad regeneradora de la derecha española. Fiasco total. El reparto de los montes ocurrido en el CGPJ, sumado al realizado en el Constitucional, pone de manifiesto que los partidos del régimen (PP y PSOE, a los que se acaba de unir IU) han optado por cerrar filas, más que nunca dispuestos a mantener contra viento y marea unas estructuras de poder que se caen de puro obsoletas. El programa con el que el PP concurrió a las generales de 2011 decía que “Promoveremos la reforma del sistema de elección de los vocales del CGPJ, para que, conforme a la Constitución, doce de sus veinte miembros sean elegidos de entre y por los jueces y magistrados de todas las categorías”. Un loable intento de volver a la división de poderes, vigorizar la justicia y recuperar el crédito de los ciudadanos. El propio Mariano así lo expresó en su discurso de investidura. Tras lo ocurrido, está claro que los electores han sido burlados de nuevo. Vuelve el PP do solía, haciendo lo contrario de lo prometido, sin que quepa esta vez la disculpa del “déficit público que no esperábamos”. Con la Justicia en manos de los políticos y los medios de comunicación –todos quebrados- en manos de los bancos, hablar de democracia en España no pasa de ser una broma.
Rajoy habría podido ser un buen presidente para un país distinto, en unas circunstancias distintas
La gestión del Ejecutivo en estos dos años es fiel reflejo del carácter de su presidente, como no podía ser de otro modo. Tipo honrado, de valores muy estimables para un país tan crispado como España, Mariano Rajoy Brey hubiera podido ser un buen presidente para un país distinto, en unas circunstancias muy diferentes. Aunque su calma, sus modales y esa solemne indiferencia para con los mundanos placeres que reiteradamente le ha ofrecido el capitalismo castizo madrileño son de alabar, parece claro que está lejos de ser el líder que España necesitaba en un momento y ante una crisis sistémica como esta, tan grave, tan profunda, que en realidad reclama una refundación del Estado. Rajoy es un conservador que ha conformado un Gobierno conservador, con una tremenda resistencia al cambio. Un fiel administrador, un gestor del statu quo sin un modelo de Estado en la cabeza, a quien sobrepasa el lío territorial español, sin un plan o estrategia, al menos conocida, para afrontar el secesionismo catalán (más allá del acierto inicial que ha supuesto no añadir leña verbal al fuego de las provocaciones diarias de Mas y los suyos).
Un Gobierno plagado de socialdemócratas y ayuno de auténticos liberales, con algún que otro relevante meapilas en nómina. Si, como opinaba Madariaga, el problema liberal “estriba en determinar cuánta libertad tiene derecho a quitarnos el Estado por medio de la ley” o, dicho de otra forma, cuántos derechos (naturales) están los ciudadanos dispuestos ceder al Estado en aras a garantizar esa trilogía que compone la protección de la vida, la seguridad de la propiedad y la libertad, de pensamiento y de la otra, entonces hay que decir que determinadas iniciativas recientes del Ejecutivo, caso de ese proyecto de ley de Seguridad Ciudadana que pretende multar con 30.000 euros a quien insulte a un policía, se sitúan en las antípodas de lo que cabe esperar de un Gobierno de la derecha democrática para bordear peligrosamente prácticas del más rancio conservadurismo, cuando no del simple y puro estalinismo. El éxtasis de esta orgía ordenancista y antiliberal la ha protagonizado la alcaldesa Botella, implantando en Madrid un examen, con ficha y carné ad hoc, para que los músicos callejeros madrileños no puedan seguir practicando su arte a su libre albedrío.
Todo un éxito a la hora de convencer a Europa
¿Todo lo ha hecho mal este Gobierno? No padre. Ahí está una Reforma Laboral que, si no óptima, es un buen intento de romper las trabas que han venido lastrando al mercado laboral español, o esa ley educativa (Lomce) de un tan valiente como incontinente Wert, que este jueves aprobará el Congreso, ley que tanto ha cabreado a la izquierda estatista e igualitaria y que supone un cambio de rumbo a la hora de poner en valor la disciplina, el esfuerzo y el talento individual. El mayor éxito del bienio, con todo, parece haber consistido en la aparente facilidad con la que este Ejecutivo ha logrado convencer a Europa, en particular a la señora Merkel, de que ha hecho los deberes que se le habían impuesto, ello ante el asombro de sus nacionales. Domesticado el ímpetu reformista, siempre perfectamente descriptible, de un Gobierno que afronta ya la segunda parte del partido, Rajoy lo fía todo a la fortaleza de la recuperación, con su efecto sobre la recaudación, y a una reforma fiscal que no llegará como pronto hasta primeros de 2015.
La victoria en las generales de 2015 parece asegurada a poco que la economía, salvadas las incógnitas aún sin despejar, responda como es de prever (el ministro De Guindos espera un crecimiento del PIB del 1,2% para 2014). Los resultados dependerán del daño electoral que puedan causar escándalos como el caso Bárcenas o episodios como el final de la doctrina Parot, que tanto está erosionando la base electoral más conservadora del partido. Sería, en todo caso, una victoria triste. Con un Parlamento que se anuncia mucho más fragmentado que el actual, difícilmente la derecha española, condenada a ser reformista o a no ser, volverá a contar con una oportunidad como la que ha dispuesto con Rajoy para conducir a España por la senda de la modernidad, el progreso y la calidad democrática. ¡Cuántas esperanzas frustradas! Si la época de Kennedy, tan en boga estos días, en USA fue la de la nostalgia, andando los años la de Mariano Rajoy en España será la de la resignación. Es lo que hay.