Escucho cada tarde a una vecina vociferar como una condenada a las ocho de la tarde. Lo hace así desde hace dos semanas, pese a que el 'arresto domiciliario' ya dura un mes. Desconozco lo que hizo el resto del tiempo, pero no molestó. Tampoco tengo claro cuál es su edad ni cómo es su físico, dado que su vivienda mira hacia la misma dirección que la mía y pertenece al bloque contiguo. Al contrario que el ciego de Marianela, la imagino mucho más horrenda de lo que será en realidad. Sólo una persona desmesurada y grotesca puede verse impulsada a salir a la ventana para destrozar sus cuerdas vocales para erigirse en protagonista de un 'aplauso sanitario' mientras revienta los altavoces de su casa con canciones de Abba o de Queen. Que tararea con el desprecio hacia la música que podría exhibir un hincha del Liverpool.
Todo esto del confinamiento no es la realidad, sino una extraña ensoñación. Los pasajes oníricos se reproducen en los balcones, pero también en los hospitales, donde la crueldad de las muertes por neumonía se mezcla con algunas escenas de celebración. Tiene el hombre cierto mecanismo en tiempos de crisis por el que inventa realidades paralelas para mitigar el dolor, espantar el miedo y negar la realidad. Visitaba este lunes el enorme centro médico de IFEMA y observaba murales con arcoíris pintados por los niños; y ovaciones por doquier a los pacientes y a los sanitarios. En los telediarios, son frecuentes las coreografías de enfermeras y las largas piezas sobre los padres reconvertidos a reposteros, los músicos que ofrecen conciertos por videoconferencia o las charlas con la abuela. Y la vecina que grita a las 20.00. Menudo golpe nos vamos a llevar.
La neolengua gubernamental ha impuesto el término 'desescalada' para referirse al proceso de vuelta a la normalidad, que se pondrá en marcha una vez finalice el estado de alarma. Escribió Plutarco en su Moralia que “si las desgracias nos afligen y aterran es porque no hemos tenido prudencia de preverlas”. Nadie conocía la existencia de la Covid-19 hace medio año y en la cena de Nochebuena fue un tema menor, pero su rápida expansión y los cuadros clínicos que genera han provocado miedo; y, desde luego, será un factor al que será difícil sobreponerse.
Como el debate suele centrarse en la política y, en mucha menor medida, la economía, quizá no se ha hecho suficiente hincapié en la complejidad que implicará la 'salida de los hogares' después de tantas semanas sometidos a un bombardeo mediático sobre los riesgos del virus y la importancia de quedarse en casa. No hay sentimiento más difícil de gestionar que el temor y es evidente que no se disipará tras el levantamiento de las restricciones de movimiento de la población. Entre otras cosas, porque la gente todavía enfermará y morirá por el coronavirus. Eso, unido a las consecuencias de la recesión económica y de una posible depresión, generará una atmósfera plomiza que predispondrá a la ansiedad.
No hay sentimiento más difícil de gestionar que el temor y es evidente que no se disipará tras el levantamiento de las restricciones de movimiento de la población
Hablaba el otro día con el economista José Antonio Hercé y compartía la misma duda: se habla de la 'vuelta a la normalidad' sin saber cómo van a poder trabajar, a la vez y de forma segura, dos empleados de una cadena de montaje. O cómo se surtirán las industrias que necesitan importar componentes de países que están paralizados. Son, de momento, 17.500 los compatriotas que han perecido como consecuencia del coronavirus y el número de contagiados aumentará de forma continua mientras las calles y las plazas vuelven a llenarse... y las oficinas de empleo. En estas condiciones, pensar que la 'nueva realidad' no va a modificar e hipotecar la convivencia de los ciudadanos parece demasiado optimista.
Rutina complicada
Quizá quienes pisan moqueta no sean conscientes de lo que podría suponer un estornudo en un vagón de metro abarrotado, un traspiés en las escaleras mecánicas de un centro comercial o un codazo en un bar. Pueden parecer cuestiones menores, pero en las oficinas donde hasta ahora había disputas por subir un grado el aire acondicionado, habrá que gestionar rutinas como los dos metros de distancia de seguridad, el uso libre u obligatorio de mascarillas; y la llegada escalonada del personal. ¿Y qué ocurrirá, en un país turístico, cuando alguien visite un lugar que tenga muchos menos infectados que el sitio de donde viene?
Se han publicado estos días algunos carteles en los que vecinos de un bloque determinado pedían a otros que no aparecieran por allí hasta que termine la crisis de la Covid-19, al considerar que, por su trabajo en un hospital o un supermercado, llegaban al edificio plagados de virus. Varios medios se han hecho eco en las últimas horas de la respuesta a uno de estos carteles de la trabajadora de una tienda de alimentación.
Lamentaba el egoísmo y la sinrazón de quienes acuden a estos centros para comprar víveres –y acaparar decenas de rollos de papel higiénico-, pero repudian en su edificio a sus empleados. Ciertamente, es la actitud típica de la gentuza. De los ciudadanos que observan los movimientos por la mirilla, golpean la pared, en gesto de queja, al mínimo sobresalto y tienen el gatillo fácil para denunciar. De todo hay en la viña del Señor, pero estos ciudadanos figuran en los espacios más tóxicos.
Está claro que estos asuntos no concitarán tanta atención mediática como la campaña contra los bulos lanzada por el Gobierno y sustentada por sus bien-pagados. O como los Pactos de La Moncloa que quiere promover Pedro Sánchez para socializar la dolorosa catarsis que se aproxima en el horizonte. Sin embargo, esto estará a pie de calle y no será fácil de gestionar, ni por los ciudadanos ni por las autoridades.
La peste negra sirvió de excusa, hace siglos, para iniciar pogromos judíos. No llegará la tensión a tal punto, pero conviene tener presente estos precedentes para anticipar que, si algunos ciudadanos optan por sacar lo peor de sí mismos, ante el miedo a contagiarse o el rechazo al vecino, la situación se podría a complicar. Y de la tranquilidad a la violencia hay una línea que, a veces, es demasiado fina.