El 15 de abril de 2016, la policía envió al calabozo a Luis Pineda por los –supuestos- pecados que cometió como cabecilla de la trama Ausbanc. Los investigadores sospechan que este falso justiciero recababa información de los clientes afectados por las malas prácticas de los bancos -cláusulas suelo, etc.- para, posteriormente, chantajear a estas entidades. Si accedían a invertir en la revista de esta peculiar asociación de consumidores, archivaba esa documentación. Si se negaban, iniciaba una agresiva campaña contra la empresa en cuestión. El viernes que se produjo la detención de Pineda, algunos de los grandes popes de los medios de comunicación españoles debieron escribir sus crónicas y sus editoriales con la nariz tapada, pues este tipo de prácticas -quizá a menos escala- han sido comunes en la prensa durante muchos años.
La imputación del presidente y el director de La Razón, Mauricio Casals y Francisco Marhuenda –aquí nadie dice que sean culpables de ningún delito-, ha vuelto a poner de actualidad el tema de las coacciones que ejercen los medios sobre los políticos y las empresas para proteger sus intereses económicos. Un asunto vergonzante sobre el que la prensa calla, a sabiendas de que mina su credibilidad, pero que se produce de forma habitual y distorsiona la realidad que traslada a sus lectores.
El periodista británico Martin Kettle analizaba hace unos meses en un artículo los factores que habían influido en los electores británicos para votar en contra de la permanencia en la Unión Europea. En el texto, destacaba el papel de los tabloides, que apostaron desde el primer momento contra la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea y realizaron una agresiva oposición contra el gobierno entonces comandado por David Cameron.
El columnista aseguraba que una de las causas que movió a sus editores a adoptar esta postura –aunque no la única, claro está- fue la venganza. En su opinión, Rupert Murdoch estaba resentido por haber tenido que cerrar la revista News of the world en 2011 por su implicación en el escándalo de las escuchas ilegales a miembros de la Casa Real británica, políticos, actores y personajes famosos. Por eso, desató toda su ira contra Cameron en su momento más difícil. Lo hizo a través de The Sun, una potente arma amarillista que llega cada día a 1,7 millones de lectores.
Otro de los tabloides que se posicionó a favor del brexit fue el Daily Mail. Pocos meses después de la celebración del referéndum, la primera ministra británica, Theresa May, fichó como portavoz de comunicación al entonces jefe de política del rotativo, James Stack. Quien tantas noticias favorables al ala más conservadora de los ‘tories’ publicó durante la campaña previa al plebiscito, obtuvo posteriormente una jugosa recompensa.
El negocio de la información
No hay duda de que los medios de comunicación trabajan a diario con un material altamente inflamable, como es la información, el bien intangible más valioso. Capaz de decantar guerras en favor de un bando y de hacer caer las torres más altas de un país. Mal utilizado, puede generar incendios que dañen de consideración el periodismo, que es, en principio, el santo y seña de estos negocios. Y eso, lamentablemente, pasa demasiado a menudo.
En los despachos de las grandes compañías del país conocen bien el protocolo que siguen los responsables de medios de comunicación con menos escrúpulos. Normalmente, piden que esa empresa se publicite en su periódico –o mantenga su inversión- y, si no accede a ello o no demuestra la suficiente generosidad, amenazan con publicar noticias perjudiciales para su reputación. O con iniciar una campaña más o menos cruenta.
Si, por el contrario, satisfacen los deseos del directivo de medios, esa información nunca verá la luz. Privarán a sus lectores de ella, aunque sea interesante y veraz.
Llama la atención que algunos de los editores con las manos más manchadas en este sentido criticaran con tanta vehemencia el escándalo de Ausbanc o, más recientemente, las supuestas coacciones que ejercieron los directivos de La Razón sobre Cristina Cifuentes. En algunos de esos casos, detrás de ese ejemplar ejercicio de cinismo se hallará alguna cuenta pendiente con las personas o las empresas vinculadas al escándalo de turno o con la empresa a la que pertenecen. Y eso define a una buena parte del periodismo español de estos días.
Vozpópuli publicó el pasado diciembre algunos ejemplos sobre el modus operandi que siguen los medios de comunicación para extorsionar a las empresas. En el texto, se detallaron las prácticas de un conocido periódico digital que alternaba en su sección de economía publirreportajes de las empresas que pasaban por caja con artículos sobre una conocida cadena de supermercados que –era un secreto a voces en el sector- no había contratado publicidad en esa cabecera.
Una de las principales entidades financieras de este país decidió poner fin el pasado verano a su relación con una conocida web sectorial sobre cuyo dueño, por cierto, pesa una condena por chantaje. Durante las siguientes semanas, aparecieron en el portal afilados artículos contra este banco y, en especial, contra su responsable de comunicación. En esos días, un despacho de abogados, especializado en defender a los compradores de participaciones preferentes y en tramitar hipotecas con cláusulas suelo, se quejaba en privado de que uno de los diarios más vendidos de España no le permitía contratar publicidad en sus páginas, ante el temor de que las entidades financieras tomaran represalias.
El Gobierno de Feijóo firmó 18 contratos con medios de comunicación, a dedo, después de ganar las últimas elecciones gallegas.
En la cartera de clientes de los medios de comunicación también tienen una especial presencia las Administraciones públicas y las empresas dirigidas por políticos. El propio Canal de Isabel II invirtió entre 2006 y 2015 un total de 55 millones de euros en la gran mayoría de las empresas periodísticas que operan en la Comunidad de Madrid. Y no precisamente para tratar de ganar terreno a la competencia, dado que esta empresa opera en solitario en su mercado. Que cada cual interprete los motivos que condujeron a sus responsables a efectuar esta enorme inversión en prensa.
El periódico El Economista reveló el pasado martes que la Generalitat de Cataluña ha destinado 7,4 millones de euros a los medios de comunicación afines antes del referéndum por la independencia. Y la Xunta, comandada por Alberto Núñez Feijóo, firmó 18 contratos -350.000 euros- con la prensa autonómica pocos días después de que el Partido Popular ganara las elecciones gallegas, el pasado septiembre. El dinero lo repartió a dedo, sin mediar concurso público, lo que, entre otras cosas, permite penalizar a ‘los enemigos’ de una forma más sencilla. Sin molesta burocracia.
En otras ocasiones, el ego de los periodistas tiene más peso, incluso, que los intereses editoriales y los motivos comerciales del medio para el que trabajan, lo que pervierte, quizá más, el producto informativo.
Recientemente, una de las personas más cercanas al exdirector de una importante cabecera recordaba la obsesión de su exjefe por hacer caer a un gobierno, después de haber publicado una noticia que había erosionado la imagen de algunos ministerios y de varios altos cargos del partido. Disparó contra su objetivo, le hirió, pero no lo hizo caer. Y él quería dimisiones. Quería cazar esa pieza fuera como fuera.
Eso le llevó a emprender una campaña con más titulares sensacionalistas que interés informativo. A tirar cartuchos con perdigones, por si alguna pieza de metralla, por casualidad, impactaba en su objetivo, aunque eso deteriorara la imagen del diario.
Esto es simplemente una anécdota, pero no algo excepcional. Ocurre con demasiada frecuencia y es, a fin de cuentas, otro de los factores que explican la crisis y el descrédito del sector.