La mejor escena de la película Casi famosos comienza al final de una fiesta. El manager de un grupo de música coge del brazo al guitarrista, lo sube al autobús y anuncia a los juerguistas que las celebraciones han terminado, pues la vida debe continuar. Entonces, suenan las primeras notas de la maravillosa Tiny Dancer, de Elton John, y el convoy arranca. Todos vuelven a sus casas y se reencuentran con su rutina. La que se interrumpió cuando alguien desenroscó el tapón de la primera botella de White Label.
Pablo Iglesias ha anunciado su retirada de política y se puede decir lo mismo: que, tras siete años, la fiesta ha terminado. Las luces del amanecer se intuyen y eso siempre es una buena noticia para quienes han tenido pesadillas. También es un contratiempo para quienes disfrutaban de la música y la bebida y el amanecer les pilla con el pie cambiado. Quizás al salir a la calle les recorra un escalofrío cuando descubran la ausencia de penumbra y escuchen el chirrido de la primera trapa que se levanta. Otra vez a la intemperie.
Cuesta imaginar lo que sintieron el pasado martes aquellos periodistas que, hace un tiempo, decidieron subir al monte y mantener su apoyo a Iglesias pese a que, desde 2019, su discurso adquirió un tono especialmente plomizo, pues el político confundió sus preocupaciones personales con las de los ciudadanos. A pie de calle, la cloaca importa un pimiento. Ni que decir tiene el efecto que ocasiona en el ciudadano medio el movimiento independentista que respaldó la formación morada. La izquierda, lo que era y lo que es. De la Internacional a Cataluña. De Rosa de Luxemburgo al baile de sufijos del lenguaje inclusivo.
Los aliados mediáticos de Pablo Iglesias
Estos días, los medios que todavía defienden a Iglesias –con el lisérgico La Última Hora a la cabeza- se han empeñado en ensalzar los logros que ha conseguido Pablo Iglesias en estos siete años. Y es cierto que su discurso fue importante para romper la dinámica ‘bipartidista’ –con sus pros y sus contras-, pero no lo es menos que los resultados de su gestión han sido mediocres. O inexistentes.
Es lo que suele ocurrir con quienes llegan a la política con tono de mesías: que aspiran a conquistar el cielo y prometen mejorar la vida de toda una sociedad, pero, al final, tan sólo enriquecen la suya y colman su ego. Con la madurez se aprende una lección importante: los discursos grandilocuentes generan mucho menos bienestar que la acción del más gris de los burócratas. Este último amontona a partir de granos de arena, mientras que los idealistas lo único que suelen hacer es destrozar los montículos creados por otros.
Por eso las revoluciones son un error. Porque, en realidad, destruyen en base a ideales; y no a la lógica de campo. Y porque están fundamentadas en uno de los grandes errores marxistas, que es el que desprecia el pan y el circo. Las vidas de las personas corrientes se sostienen gracias a lo mundano y lo mediocre. Al conformismo en períodos de crisis y a los placeres fugaces el resto del tiempo. Por eso los madrileños no votaron a Pablo Iglesias, porque él y sus gurúes –como Juan Carlos Monedero- denuestan a quien no cree en su utopía; y, en tiempos de pandemia, la gente quiere trabajo, que le atiendan pronto en urgencias y que, al final del día, ninguna mala noticia agríe el visionado de la última serie de Netflix. Tan simple como cierto. Tan descorazonador como la vida misma. Aquella de la que renegaron Iglesias y sus periodistas afines.
Ahora denuncian la enorme persecución mediática que ha afectado a Iglesias, como si eso fuera novedad en estos lares, donde al dictador se le apodaba como Paca la culona y al esposo amanerado de Isabel II, Paquito mariquito y Paquita natillas. Se han sacado coplas de todos los gobernantes -también de Pablo Iglesias- porque así somos por estos lares: guasones y con un toque cabrón irrenunciable.
Obsesión con Podemos
Tienen razón, no obstante, en que ha habido medios de comunicación que han vivido los últimos siete años con una especie de obsesión enfermiza hacia todo lo que ha rodeado a Podemos, lo que ha generado el efecto contrario al que pretendían: convertir las salidas de tono de su líder y sus políticas irrealizables en un problema nacional. Pero bueno, todo ha formado parte de la insoportable pelea por la audiencia, que es la que (nos) ha alejado a los medios de la mesura, la lógica y la información de interés.
Eso sí, nadie dirá que no nos hemos divertido en este tiempo. Es cierto que este ciclo político ha sumido a los españoles en un ataque generalizado de ansiedad, pero también ha generado situaciones hilarantes. Para la historia quedará la consulta que convocaron entre sus militantes Pablo Iglesias e Irene Montero tras comprarse un casoplón con jardín, piscina y tinaja de decorador (que debería ser procesado). Querían comprobar si la adquisición de la casa cumplía con los requisitos éticos del partido y el 68% les respaldó.
España, ese eterno corral de comedias. Aquí siempre existe un consuelo ante los problemas: no conviene tomárselos muy en serio porque, en realidad, nada es totalmente serio por estos lares. Ni la vida ni la muerte. Ni mucho menos la política y el periodismo. De hecho, ni siquiera se puede decir que Iglesias se vaya, pues van a intentar colocar a Ione Belarra a la cabeza del partido. Ya se sabe: "me voy, me voy, pero me quedo".