Este domingo los griegos están llamados a las urnas para elegir, por segunda vez en menos de un año, a la élite política encargada de gestionar un país cuyas ruinas más relevantes ya no son las antiguas. La dimisión de Alexis Tsipras y la disolución del parlamento para convocar estos comicios han trasladado a la opinión pública griega y, sobre todo, a la del resto de Europa, la certidumbre de que existen límites insalvables a las aventuras políticas disruptivas y a las incursiones más allá de los estándares generalizados. Si bien esos límites pueden protegernos del regreso al totalitarismo, también tienen el efecto perverso de blindar el sistema actual frente a su legítimo cuestionamiento.
Durante siete décadas, desde la Segunda Guerra Mundial, Europa se ha instalado en el conocido “consenso socialdemócrata” que ha terminado por hacer prácticamente iguales las políticas de centroizquierda y centroderecha, confiriendo a esos dos grandes bloques, junto a algún partido secundario de tipo centrista o local, la práctica totalidad de la representación parlamentaria. No vivimos en democracia sino en socialdemocracia, que es otra cosa, una cosa mucho más perfeccionada e insidiosa, sutilmente invasiva. La socialdemocracia no es la tiranía de las masas, sino la de las élites que las interpretan y representan una interminable comedia de alternancias con mucha crispación en lo secundario pero con una aplastante unanimidad en lo importante.
No vivimos en una democracia sino en una socialdemocracia, que es una cosa más perfeccionada e insidiosa
La democracia liberal originaria pretendía ser simplemente un sistema civilizado de gestión de la confrontación política, un régimen pluralista, abierto, destinado a legitimar las grandes decisiones colectivas sin interferir en todo lo demás, sin entrometerse en las vidas y haciendas de los ciudadanos. La socialdemocracia generalizada y transpartita de nuestro continente, en cambio, lleva setenta años (cuarenta en España y Portugal) haciendo justo lo contrario: intervenir hasta en los más pequeños detalles de nuestras vidas con una enorme y costosa maquinaria de ingeniería social que nos cuesta a todos más de la mitad de la riqueza que producimos, y que incrementa hasta extremos muy peligrosos el poder de la élite política mientras erosiona gravemente el papel de la sociedad civil y de todas sus instituciones intermedias, así como la acción independiente de los individuos en terrenos como la solidaridad o la cultura.
El régimen socialdemócrata no basa su legitimidad real, profunda, en las urnas sino en su capacidad de repartir bienes, servicios y supuestos derechos positivos que en realidad son obligaciones económicas para el resto de la población. Es un sistema organizado mediante la capilaridad clientelar, y cimentado en el peligroso juego de la deuda. Dentro de eso, como en todo, las cosas se pueden hacer mejor o peor, con mayor o menor honestidad, con una gestión sensata o imprudente de los riesgos. Las sucesivas élites políticas griegas fueron particularmente inútiles en este juego, o particularmente confiadas, o particularmente ladronas, o todo ello junto. Y la deuda terminó por estallarles en las manos. Pero, por supuesto, jamás estuvieron exentos de culpa los propios ciudadanos griegos, que se instalaron en la cultura socialdemócrata de la barra libre de gasto a cuenta del dinero exterior o del dinero futuro, y durante muchos decenios eligieron a los políticos de cualquier color que con mayor desparpajo les ofrecían ese cuerno de la abundancia, hasta que todo reventó.
Al final del día, ha tenido un recorrido muy corto la excursión de Tsipras por fuera del territorio de la socialdemocracia europea convencional. Finalmente ha tenido que tragar, como tragan todos y como seguirán tragando mientras continúe la lenta agonía de este sistema, obviamente fallido pero alimentado aún por infinidad de beneficiarios que lo sostienen a cualquier precio. Literalmente, a cualquiera. Lo apuntalan las masas porque se les ha metido el miedo en el cuerpo respecto a cualquier alternativa de mayor libertad y responsabilidad individuales. Lo apuntalan la intelectualidad y los medios porque el pensamiento único actual tiene por cierto que la socialdemocracia es el sublime pináculo de la civilización. Y lo apuntala cierto empresariado porque ve en él la opción de alcanzar privilegios e imponer barreras de entrada a los demás, conjurando al mismo tiempo cualquier riesgo de cambio y sustituyendo el capitalismo de libre mercado por un conveniente laberinto de regulaciones y licencias.
El problema es que los griegos ahora sienten que tampoco Tsipras ha sido la solución al desastre creado por los pésimos gestores de los partidos de siempre
El problema es que ahora los griegos sienten que tampoco Tsipras ha sido la solución al desastre creado por los pésimos gestores de los partidos de siempre. Aunque el candidato conservador tiene opciones, los griegos ven cómo “las instituciones” coquetean ahora con el archivillano Alexis, al que hace nada denostaban. Dentro del manido y ficticio dial izquierda-derecha, los movimientos pendulares pueden funcionar, y a veces bruscamente. Las encuestan auguran un resultado lamentablemente bueno para la extrema derecha de Amanecer Dorado. Su política económica en poco se diferenciaría del programa de Syriza: como sabemos todos menos los propios interesados, los dos totalitarismos económicos son iguales, variando sólo su abigarrada mitología. Entre tanto, la extrema izquierda de la extrema izquierda se reorganiza en torno a la Unidad Popular de Lafazanis, pero se trata ya de un desarrollo residual que sólo motiva a los estalinistas más ortodoxos, bien lejos de la “centralidad” que reclaman, ya sin mucha convicción, Tsipras o Iglesias.
Lo que los griegos y el resto de europeos aún tienen dificultades en comprender es que el fracaso de la socialdemocracia no tiene como única alternativa viajar al pasado. Que no tenemos que escoger entre una mala democracia, llena de corrupción e invasiva de nuestras libertades, o el retorno a los totalitarismos previos, apenas actualizados con una mano de pintura. Que a lo mejor las cosas son más sencillas y el camino acertado para salir de la encrucijada se encuentra en una tercera opción, y que esa tercera opción coincide además con nuestra tendencia tecnológica: frenar y revertir la proliferación del Estado, devolver el poder, atomizado, a la sociedad civil, y permitir que se desarrolle el orden espontáneo de la sociedad, de la cultura y de la economía. Sólo ello traerá, y de forma rápida, la necesaria prosperidad. Grecia, que se ha convertido en un laboratorio observado por todos, carece de esa opción liberal-libertaria. Es, sin embargo, la opción que cada día más analistas señalan, a ambos lados del Atlántico, como el paradigma que viene, como la vanguardia actual de las ideas políticas. Mal momento para votar en el país de Pericles.