Las suecas que descubrió José Luis Vázquez no solo trajeron 'atrevidos' bikinis a España. También, los controles no detectaban eso, venían con ideas y discursos de democracia. Y aquello al franquismo, aunque fuese retardado, no le hizo mucha gracia. Pero, a falta de petróleo, España necesitaba divisas para crecer y pensaron, Dios mediante, que por un ombligo y dos panfletos bien merecía la pena dejar a los españoles de Abanderado que se hiciesen los suecos durante el agosto de Benidorm.
En aquella España 'uninacional', quienes vivían en el pueblo, dentro del valle, pensaban que su pueblo y su valle eran lo máximo a pesar de las penurias de la posguerra y la represión. Pero, llegó el autobús. Y con él, los visitantes. Y aquellos primeros turistas contaban que en otros pueblos y en otros valles había algunas cosas distintas y otras muy parecidas. Unas mejores y otras peores, pero que juntas demuestran que al final todos somos de la misma cepa, del mismo homínido. Y con aquello desapareció el sentimiento patrio y se anhelo con más fuerza, si cabe, un cambio.
Y así transcurrieron los años en apacible y ebria convivencia con los turistas que han ido cambiando el autobús por el avión. Al mismo tiempo, los lugareños ya hemos dado tantas vueltas por otros pueblos y otros valles que bien sabemos que lo nuestro es lo más querido pero que no es exclusivo ni necesariamente mejor. Pero han llegado dos cosas que han puesto todo patas arriba.
Los turistas low cost vienen a España (como van a otros sitios) a beber, romper y desmadrar
Por un lado, los turistas low cost que vienen a España (como van a otros sitios) a beber, romper y desmadrar. De su mano, lo que llaman economía colaborativa y que es de todo menos colaborativa, pues la mejor formar de contribuir entre todos es pagando bien los impuestos y estos amigos de las apps hacen precisamente lo contrario. La caída de precios y la multiplicación de la oferta sin control (vaya por Dios, necesitamos que el Estado regule esto) han provocado una masificación insoportable para los vecinos y una escalada de precios de los alquileres que expulsa de los barrios a quienes los han mantenido con vida hasta hoy. Esto, guste a quien es guste, sucede.
Por otro lado, la alegre muchachada abertzale, anticapitalista, secesionista y rompedora. Los primeros, los vascos, llevaban tiempo sin saber qué hacer con los aerosoles de pintura que les sobraron de su época de amenazas y extorsiones. Los segundos, los catalanes, envalentonados por un procés que no procede han encontrado una pancarta para ponerse detrás y quedarse con la reivindicación. Ambos, pareciendo casi que se hayan puesto de acuerdo, han emprendido una batalla contra el turismo.
La alegre muchachada abertzale, anticapitalista, secesionista y rompedora absorbe una reivindicación latente y razonable en el extremo para convertirla en propia y patria
En esto eran expertos los jóvenes batasunos de los años del plomo, en fagocitar cualquier reivindicación social, sea la que fuere: antinucleares, contra la construcción de pantanos, de autopistas... Y eso es precisamente lo que están haciendo ahora: absorber una reivindicación latente y razonable en el extremo para convertirla en propia y patria. En violentarla para que quienes la defienden por los métodos razonables y pacíficos se queden fuera.
Pero en el fondo, como siempre, no buscan el bien para la comunidad sino levantar muros que impidan ver que fuera del valle hay vida tan buena o mejor. En abrir brechas que separen a las personas. Porque la globalización es la peor noticia para los nacionalistas radicales. Si se descubre que el ombligo patriótico no es muy diferente al extranjero el miedo a lo de fuera desaparece y el amor a la patria se diluye.
Eso sí, esta muchachada que hoy quema, pinta y rompe contra los turistas, mañana se subirá a un Uber para ir al aeropuerto y volar a Cádiz o a Ibiza a actuar como lo que son. Turistas que van a otro sitio a divertirse. Tanta paz lleven como descanso dejen.