Entre los ecos de la recién debatida moción de censura me interesa destacar aquellos que suponen una cierta añoranza del bipartidismo a cuenta del ensalzamiento en muchos medios de opinión, incluidos los gubernamentales, de la toma de postura de voto del capitán del PP frente a la propuesta de su socio de Vox en unos términos de ruptura bastante llamativos e insólitos. Se ha llegado a afirmar que tal acontecimiento significa la vuelta de los populares al redil de los esquemas de la Transición que anuncian el entendimiento con su compañero de fatigas en la alternancia, el PSOE. Desde mi punto de vista, la realidad política, social y electoral de España, sumida en una honda crisis sistémica agravada por la epidemia, no avala dichas expectativas, porque la quiebra del bipartidismo que se inició en 2014/2015 no solo no tiene visos de enmendarse, sino que, en las diferentes consultas electorales, se va consolidando en dirección hacia un nuevo sistema de partidos, cuyo modelo final desconocemos, incógnita que se suma a las múltiples incertidumbres que condicionan el funcionamiento de la gobernación de nuestro país.
De entrada, hay que decir que el bipartidismo no es ni malo ni bueno per se: es una realidad política existente en muchos países democráticos, sobre todo en aquellos que pertenecen al bloque anglosajón, cuyas referencias principales son los Estados Unidos de América y el Reino Unido de la Gran Bretaña. En cambio, en la Europa continental, salvo el caso de Alemania, que ahora también enfrenta la puesta en cuestión de su bipartidismo, parece más ajustado referirse al fenómeno de la ruptura de los bloques hegemónicos tradicionales, conservadores y progresistas, con la aparición en cada uno de ellos de nuevas opciones políticas, como consecuencia de la fatiga y del descontento de los electores con la manera en que se van conduciendo las políticas nacionales en los pasados veinte años. De hecho, si no fuera por las leyes electorales, que tienen bastante que ver en la conformación de los parlamentos y que en muchos países no han sido reformadas, el multipartidismo habría avanzado con mayor velocidad en el conjunto de Europa. Porque mientras la espiral del descontento no cese, y no parece que eso esté cercano, germinarán y crecerán otras apelaciones políticas a modo de espitas para sacar la presión de la olla de la protesta.
Tanto Podemos como Vox, que son partidos nacionales, aspiran a gobernar o a ser parte del Gobierno central, cosa a la que nunca aspiraron los nacionalistas catalanes y vascos
En la historia constitucional de España la única experiencia bipartidista anterior a la actual fue la alternancia de conservadores y liberales durante la Restauración canovista, un modelo que entró en crisis al inicio de la monarquía Alfonsina y que quebró definitivamente hace ahora un siglo. Con el orden constitucional del 78 se trató de recuperar el sistema del turno o alternancia entre el PSOE y el PP, con apoyos ocasionales de las minorías nacionalistas catalana y vasca. A lo largo de más de treinta años ha funcionado el sistema de forma muy provechosa para sus hacedores hasta que, con motivo de la crisis financiera de 2008 con su secuela de malestar social que en Cataluña estimuló la eclosión independentista, empezó el declive electoral de los dos partidos del turno, apareciendo otras opciones a izquierda y derecha con pretensiones de ser algo más que bisagras. Tanto Podemos como Vox, que son partidos nacionales, aspiran a gobernar o a ser parte del Gobierno central, cosa a la que nunca aspiraron los nacionalistas catalanes y vascos. Una diferencia cualitativa importante que debería ser aprehendida por los declinantes socialistas y populares.
Grandes beneficiarios
Por supuesto, la reordenación del sistema de partidos llevará su tiempo, porque los comportamientos electorales no suelen ser vertiginosos, y también es cierto que, cuando parte del electorado se desprende de sus obediencias tradicionales, resulta bastante complicado retrotraerlo a las posiciones abandonadas, máxime si las ofertas de estas se mantienen básicamente inalteradas como viene ocurriendo en España en los últimos cinco años. Y es precisamente esto lo que ha provocado las repeticiones electorales constantes, pensando que los electores terminarán dando su brazo a torcer a favor de la recuperación del amenazado statu quo partidario. Desde mi punto de vista, es lo que se trasluce del alborozo producido en el mundo de lo políticamente correcto por la actuación del jefe del PP en la sesión de la moción de censura. En este ambiente de decadencia bipartidista solo los partidos nacionalistas vascos y catalanes, grandes beneficiarios de la alternancia de populares y socialistas, aparecen indemnes en sus territorios: los primeros cuidan con esmero la independencia de facto ya conseguida y los segundos se afanan en obtener la suya, atando cortos a los débiles Gobiernos centrales para que no les estorben.
El PSOE, que fue el primero en sufrir los embates de la nueva situación, ha terminado asumiéndola, a la fuerza ahorcan, y, aunque a regañadientes, suscribió la coalición de gobierno con Podemos. Con altibajos inevitables derivados de tener que compartir el poder después de décadas de disfrutarlo en su integridad, los dirigentes socialistas se van adaptando a la nueva realidad con la esperanza, que es lo último que se pierde, de recuperar gran parte de lo perdido. De ahí la querencia a mantener las viejas componendas de acuerdos con los populares para renovar determinados órganos constitucionales y acordar lo que pomposamente se denominan políticas de Estado. Por su parte el PP, que ya se podría mirar en el espejo de lo ocurrido a los socialistas, piensa, o al menos así lo aparenta, que ellos son de otra pasta. Los fundamentos de tal visión los desconozco, aunque, de momento, deberían rogar al socio maltratado para que no los ponga en cuarentena en las parcelas de poder de que disfrutan gracias a él.
La crisis española es muy seria se mire como se mire, con el añadido de que por primera vez en ciento cincuenta años se intuye la quiebra de un orden político y constitucional sin alternativa al mismo. Creo que los gobernantes españoles tienen por delante una tarea ardua para evitar eso que ahora se ha puesto tan de moda en materia económica, que es el llamado efecto precipicio, por lo que, aparte de solicitar todas las ayudas financieras exteriores posibles y que nuestra deuda siga sostenida por el BCE, deberían trabajar en pro de la reconstrucción política del país, olvidando viejos tiempos y esquemas que no volverán. Para ello, en ese largo camino al Gólgota previo a una deseada resurrección tanto populares como socialistas deberán decidir con qué cirineos políticos pretenden hacer el recorrido. Tampoco es descartable que, si nuestros prestamistas aprietan, se opte por el expediente de los gobiernos de concentración de carácter defensivo como ya ocurrió hace un siglo. En fin, todo es posible en este drama español al que no alivia lo oído y visto en el Congreso la semana pasada.