A Josep Borrell le quieren dejar sin el honor de que una calle de su localidad, La Pobla de Segur, la “pubilla” del Pallars Jussà, lleve su nombre. Suena raro que un político en activo tenga calles dedicadas, pero es seguro que a él se la quitan por ser especialmente activo contra los independentistas catalanes. Por mucho espectáculo que organicen hoy en la Diada (esa fiesta que antes era de todos los catalanes) los indepes son conscientes de que, por ahora, no tendrán su república. Saben bien que la cosa va para largo y que han de preparar el terreno para salvar el obstáculo principal, que no son los jueces ni los políticos de Madrid o de Europa, sino la Cataluña que no les sigue, a la que tienen que hacer cambiar, callar o desaparecer. ¿Cómo? Acaparando el espacio para que los catalanes no independentistas se mantengan en silencio, no hablen, no digan, no participen, no protesten.
Se trata de orillar al vecino desafecto, hacerle sentir su supuesta marginalidad social hasta lograr que esa mayoría se sienta intimidada por la hiperpresencia simbólica del independentismo y se retire a su vida privada. Por eso los lazos no es que agobien a los más renuentes, es que están expresamente pensados para agobiar, para abrumar, porque solo así cumplen su función de disuadir y acallar. Nadie quiere ser un héroe contra el mundo que le rodea a cada paso, sea real o impostado. Es una táctica que los vascos hemos padecido y les aseguro que da resultados, por eso conviene conocerla, también para defenderse de ella.
Como ya pasó en el País Vasco, cada acto de asedio a todo lo que no sea el independentismo lo que busca es la rendición o la huida del contrario
De ahí que las soflamas constantes, la apariencia de que “estamos a punto” y la intoxicación propagandística de la calle no sean solo herramientas básicas de movilización de los propios (igual que lo es cerrar el Parlament para que nadie los vea pegarse). Son, sobre todo, instrumentos de eliminación simbólica de los demás. Se trata de expulsar al otro del espacio público y para eso es imprescindible mantener la hegemonía emblemática de las calles. Montar un auténtico asedio que termine con la rendición del contrario o con su expulsión, como la que simboliza la retirada del nombre del irrecuperable Borrell de la calle que lo llevaba.
Lo peor ya lo han logrado: la división de los catalanes en dos bandos: patriotas o botiflers, que tardarán en volver a ser “un sol poble” de ciudadanos diversos. Una vez rota la sociedad catalana no va a haber pegamento que la repare tan fácilmente, y pensar que esto se arreglará en poco tiempo, menos aún con algún puñetazo en alguna mesa, es un error. La identidad social es uno de los sentimientos más arraigados del ser humano y posiblemente tendremos que acostumbrarnos a la frustración de ver cómo en Cataluña la normalidad que conocimos no vuelve en bastante tiempo.
La semana pasada hizo 20 años que en la localidad guipuzcoana de Irún se produjo un grave conflicto: mujeres feministas exigían participar en un desfile militar festivo (el Alarde) como soldados y no con el tradicional uniforme de elegantes cantineras dentro de los batallones de varones. Dos décadas después, el enfrentamiento, que rompió familias, amistades y cuadrillas, se mantiene intacto y la única compañía en que desfilan mujeres con escopeta lo hace escoltada por la Ertzaintza mientras centenares de personas, sobre todo mujeres, les increpan. El odio y la inquina son muy fáciles de sembrar y muy difíciles de extirpar.
El peor error, y el que esperan los supremacistas, es convertir el anticatalanismo en métrica de españolidad. Una tentación cada vez más visible
Por eso, mejor nos vendrá un poco de calma y recordar las palabras de Ortega que en 1932, ya dijo que el catalán “es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar”. Un panorama el de aquel sabio sin duda poco épico, pero seguramente el más inteligente que se podría aplicar.
Así que, ojo con los alardes nacionalistas propios. Si queremos a los catalanes junto al resto de españoles lo mejor es decírselo con sencillez, claridad y respeto. Pero, sobre todo, no usar las locuras del independentismo para arrojárnoslas unos contra otros en el resto de España. El peor error, y el que esperan los supremacistas, es que convirtamos el anticatalanismo en métrica de españolidad. Una tentación que existe y que a veces asoma las orejas en redes sociales y en discursos irresponsables. Si caemos en ella sí que habremos convertido a los independentistas en héroes, habremos comprado su discurso de falsa hegemonía y les facilitaremos que alcancen la auténtica. Sobre todo porque, entonces sí, habremos dejado solos a los catalanes que quieren seguir siendo ciudadanos de una España mucho más moderna dinámica y diversa que la que representaba el bien conocido y rancio nacionalismo español. No olvidemos que lo más parecido a un nacionalista es un nacionalista de una patria contraria, por más que se odien mutuamente.
En fin, la parte buena es que Josep Borrell podrá quedarse sin calle, pero le cabe ahora el honor de que su nombre se codee con los de Machado, Goya, Garcilaso, Góngora, Lope de Vega o Calderón, cuyas calles también provocaron la aversión de los supremacistas catalanes. Casi nada...