Opinión

Un país, dos sistemas

Tenemos en el Congreso cuatro partidos grandes (aunque el peso del tercero y el cuarto veremos lo que dura) y una auténtica burrada de alfeñiques de varios colores y sabores

  • Cataluña es la única comunidad sin ley electoral propia

Hace unos días, en este periódico se publicaba un artículo sobre la hiperinflación de partidos políticos en Aragón para las elecciones del mes que viene. En la noticia, se señala la posibilidad de que las Cortes autonómicas tengan hasta diez partidos, fruto de la implosión de Ciudadanos y el PAR.

Como alguien que lleva sufriendo la política catalana desde hace varias décadas, mi reacción es “bienvenidos al club”. La proliferación de partidos en los parlamentos autonómicos no es en absoluto inusual en España. De hecho, es ligeramente sorprendente de que no lo veamos más a menudo.

La ley electoral española, a nivel nacional, se rige por un sistema de asignación de escaños proporcional, pero solo hasta cierto punto. La combinación de utilizar la fórmula D'Hondt junto con nuestra insistencia detener una multitud de circunscripciones pequeñas favorece sobre todo a los dos partidos que sacan más votos, y tiende a perjudicar aquellos que queden terceros. Soy un gran admirador de este sistema, ya que es capaz de generar mayorías estables en el Parlamento con regularidad, obliga a los partidos grandes a cuidar sus flancos y castiga sin piedad a aquellos competidores que no ofrezcan una alternativa convincente a largo plazo. No es un sistema perfecto (ninguno lo es), pero ha funcionado bien.

Podemos ver parlamentos con media docena o más de partidos todos ellos viables, y dada la elevada fragmentación, los gobiernos de coalición y pactos de legislatura son mucho más habituales

En muchas comunidades autónomas, la ley electoral es esencialmente un calco de la ley nacional. Tienen la misma fórmula de asignación de escaños, las mismas circunscripciones, y umbrales para entrar en el Parlamento relativamente parecidos. La diferencia es que esas mismas circunscripciones están asignando muchos más escaños, haciendo que la fórmula D'Hondt sea mucho más proporcional. La ley no castiga a los que quedan terceros o cuartos; de hecho, la asignación de escaños suele reflejar directamente los porcentajes de voto de los partidos. Como consecuencia, podemos ver parlamentos con media docena o más de partidos todos ellos viables, y dada la elevada fragmentación, los gobiernos de coalición y pactos de legislatura son mucho más habituales.

Esto crea dinámicas curiosas. En lugares como Cataluña o Euskadi, donde el eje identitario se superpone al eje izquierda derecha, acabas a menudo con múltiples partidos esparcidos por todo el espectro ideológico. La política catalana lleva años siendo cómicamente intratable por muchos motivos, pero la espectacularmente torpe ley electoral, o ausencia de esta (el principado opera aún hoy bajo la LOREG una de las disposiciones transitorias del Estatuto de Sau, ya que nunca ha habido acuerdo suficiente para redactar una ley) siempre ha jugado un papel clave en el desaguisado.

En otras comunidades con un clima político un poco menos tóxico, las leyes electorales tienen el divertido efecto de aflorar las tendencias más autodestructivas de nuestros políticos. Dado que es relativamente fácil entrar en el Parlamento, el coste de una escisión en un partido es a menudo relativamente menor. Una facción rebelde liderada por un político con cierto tirón popular puede presentarse a las elecciones y sacar un puñado de escaños. Y dado que los sistemas suelen ser muy proporcionales, al hacerlo no suelen restar demasiado peso al bloque ideológico de donde emergieron, forzando la creación a menudo de hilarantes gobiernos de coalición entre ex compañeros de partido que no se aguantan.

Muchas comunidades tienen sistemas multipartidistas puros, mucho más parecidos a lo que vemos en sistemas parlamentarios en el norte de Europa

Esto nos deja con dos sistemas políticos superpuestos. El sistema de partidos a nivel nacional se suele describir como un bipartidismo imperfecto, con dos formaciones dominantes y uno o dos competidores a izquierda y derecha que a ratos les disputan el liderazgo, a ratos les amargan la vida. Aunque la hegemonía del PP y PSOE se vio debilitada dramáticamente tras la gran recesión, es probable que ganen peso en el próximo parlamento. A nivel autonómico, sin embargo, muchas comunidades tienen sistemas multipartidistas puros, mucho más parecidos a lo que vemos en sistemas parlamentarios en el norte de Europa. Gobernar en solitario es inusual, hay cuatro o cinco partidos que sobreviven de manera persistente, y en general la política es más dinámica y abierta la competencia. De memoria, creo que solo Castilla La Mancha, que tiene un parlamento inusualmente pequeño (33 escaños) para una comunidad con cinco provincias, se ha librado completamente de esta clase de dinámicas.

La superposición de estos dos sistemas de partidos contradictorios tiene efectos curiosos. Tenemos en el Congreso cuatro partidos grandes (aunque el peso del tercero y el cuarto veremos lo que dura) y una auténtica burrada de alfeñiques de varios colores y sabores, casi todos fruto del inacabable entusiasmo de nacionalistas y la izquierda para atizarse entre ellos. Aunque hay un puñado de antiguas escisiones del PP flotando por el grupo mixto, la cantidad de tiempo y energía que el centro izquierda en este país tiene que dedicar a contentar partidos taxi es casi entrañable.

Mi conclusión, sin embargo, es que no estoy seguro de que esto sea bueno o malo. Las sociedades complejas tienen necesariamente sistemas políticos complejos, y el Congreso de los Diputados refleja bastante esta realidad. Es ruidoso torpe e ineficiente, pero así son los regímenes democráticos. La frustración, me temo, es parte de la democracia.

Eso no exime, por supuesto, a los partidos políticos catalanes de redactar una ley electoral de una maldita vez. Han pasado 45 años son la única comunidad sin una ley propia. Ya les vale.

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