Me despertaré temprano y -como cualquier otro día, aunque no lo sea- pelearé durante varios minutos con el despertador y con esos monstruos matutinos que, a diario, tratan de mantenerme encerrada bajo las mantas y encadenada al colchón: “No salgas, hace frío ahí afuera”. Pero, tras una ardua batalla -soy mujer ávida de sueño- pegaré un suspiro, despejaré el nórdico de mi cuerpo y pondré los pies en madera firme, a pesar de sentir el suelo flotante muchas mañanas.
Sentada en mi silla blanca con el desayuno sobre la mesa de cristal, daré el primer sorbo al café con leche de avena que tomo siempre en la taza que me regaló mi hermana y sentiré algo así como un pellizco de energía, igual que el que siente Popeye al tragarse su lata de espinacas. Ojalá tan instantáneo el efecto, aunque, en realidad, suele ser más cosa de mente. La tostada con pavo o las galletas vendrán después, junto con una onza de chocolate negro que masticaré despacio observando el cielo que aguarda más allá del ventanal de mi salón. ¿Lloverá este último día del año? ¿Hará frío? Aún no lo sé, cuando escribo estas líneas.
Saldré de casa rumbo a Vitoria con un bolso colgado al hombro en el que no faltarán, por supuesto, los miedos propios de quien tiene la tarea de acompañar a miles de personas durante las campanadas
Hecho el fregado y engañado el estómago, deambularé, nerviosa, por los treinta metros cuadrados de mi casa, de un lado a otro, en círculos, como mi cabeza, como un remolino en el mar. Prepararé una bolsa en la que no faltará ni la muda, ni esa faja para esculpir cualquier cuerpo, ni los pendientes comprados en Madrid, ni las cremas de cara, los desmaquillantes, ni algo de ropa para el domingo, para cuando el 2022 sea cosa ya del pasado. Con la maleta cerrada, tomaré una ducha de esas que no acaban nunca y raspando el cabello con las yemas de los dedos en un intento por sacar espuma, repasaré lo importante bajo el grifo, como si el agua cayendo en cascada tuviera la capacidad de borrar todo lo demás, lo que no cuenta de los 364 días previos. Al salir, me secaré con cuidado y mimaré cada pedazo de mi piel como si fuera una muñeca de porcelana. Un poco de hidratante, de anticelulítico en los glúteos, esas rutinas que no deben olvidarse llegados los 40. Elegiré un conjunto cómodo, la clase de ropa que se agradece cuando una tiene por delante una jornada intensa. Y me iré. Saldré de casa rumbo a Vitoria con un bolso colgado al hombro en el que no faltarán, por supuesto, los miedos propios de quien tiene la tarea de acompañar a miles de personas durante las campanadas. Será la segunda vez que cuento las uvas en directo. Nunca creí que hubiera una primera.
“El fallo humanizó mi actuación. Los momentos que explican nuestra humanidad son los que nos llegan. Aprendí una lección: la gente perdona un error en público si eres honesto y cuentas lo que te está pasando”
¿Estaré a la altura? ¿Recordaré el guion? ¿Me equivocaré? ¿Y si olvido algo crucial, una palabra, un gesto? ¿Y si…? Porque los temores viajarán conmigo, se colarán en mi coche, mientras conduzco rumbo a la capital vasca. Y en ese instante en el que, quien más quien menos, estará introduciendo esos pequeños frutos verdes en su boca, uno a uno -bien en el salón de una vivienda pequeña, de una grande, de una vacía, de una residencia, de un hospital, de un hotel, de una calle abarrotada- yo estaré temblando subida a una plataforma metalizada en la Plaza nueva, con un vestido que aún no sé cómo encajará ni si gustará, pendiente del frío, de unos cuantos folios y de un reloj, de unas agujas.
Porque todo está cronometrado, tan milimetrado, tan presente el tiempo, los segundos, que no hay espacio, si quiera, para un mínimo error. Y si se diera el desliz -puede pasar, por supuesto- trataré de recomponerme y de recordar lo que en una entrevista dijo Patti Smith sobre una ocasión en la que sintió el horror subida a un escenario: “El fallo humanizó mi actuación. Los momentos que explican nuestra humanidad son los que nos llegan. Aprendí una lección: la gente perdona un error en público si eres honesto y cuentas lo que te está pasando”. Y puede pasar de todo, este sábado, en esos veinte minutos de retransmisión en los que, en realidad, ya ocurre lo más importante: que se esfuma un año entero, se evapora, se diluye y no volverá jamás, con lo bueno y con lo malo.
Yo me despertaré temprano y -como cualquier otro día, aunque no lo sea- pelearé durante varios minutos con el despertador o quizá seguiré soñando hasta que den las doce. Porque, a veces, vivimos sueños y ni siquiera los disfrutamos. La única certeza a esta hora es que, pase lo que pase, siempre compartiremos el mismo cielo. No hay otro. Y me gusta saber que está ahí arriba tan lejos pero que nos acerca tanto.
Por si hoy no estáis al otro lado de la pantalla, desde esta ventana os deseo, también, un feliz 2023.
vallecas
Nervios ?? Porque usted quiere. Yo hoy, como todos los días, me acostaré a eso de las 11. Es lo que tiene estar solo. Por cierto, alégrese de pelearse con el despertador, dentro de unos años no le hará falta.