He cumplido 45 años. No tiene más importancia, pero es así. Los 40 coincidieron con los fets d’octubre; de modo que uno, aparte de la progresiva decrepitud -de espíritu si no de cuerpo-, ya puede presumir de una especie de impronta histórica. El cumpleaños de entonces tuvo lugar en un momento de plenitud generacional. Lo celebré en casa, en la terraza que ha glosado Ramón Férriz, y vinieron muchos amigos socialistas que aún eran las dos cosas. No niego que a última hora de la noche se cantase El novio de la muerte bajo banderas estrictamente constitucionales.
Soy poco dado a los compromisos y al peloteo, y como trabajaba en un partido pequeño y luego casi extinto, me lo he podido permitir. De modo que quienes estaban en aquella terraza aquella noche lo estaban de corazón, al menos por mi parte. Había un real y leal sentimiento de copertenencia y de misión compartida; y si hoy suena ingenuo, pues se joden ustedes. Por primera y seguramente última vez podíamos participar de la ficción de que teníamos un papel en la historia de España; y desde luego uno mejor que el de esa tropa destartalada y sórdida que dentro y fuera de Cataluña se puso de parte de los golpistas por acción, omisión o micción.
Aunque no lo crean, uno no siempre fue facha, y en mi casa -como en gran parte de la nueva clase media española- se festejó la victoria de González mientras sonaba Mocedades en la tele
Lo que vino después está explicado y no le importa a nadie; salvo a mí, que es lo que cuenta. La efeméride coincide con los fastos aniversarios de la apoteosis socialista del 82. Aunque no lo crean, uno no siempre fue facha, y en mi casa -como en gran parte de la nueva clase media española- se festejó la victoria de González mientras sonaba Mocedades en la tele. Se festejó con, si se me permite, un pálpito de comunidad y de esperanza, muy alejado del actual clima político. Y, se lo crean o no, lo recuerdo; o igual me lo he inventado. Da lo mismo, porque muchos que estuvieron allí también se lo inventan.
Estos días se han publicado dos libros sobre González y el 82. Uno más celebratorio, la semi-ficción de Sergio del Molino; y el de Ignacio Varela, que, como ya andaba por allí, no se puede permitir los ditirambos. El propio PSOE ha armado una conmemoración cursi, porque la cursilería es ya el único lenguaje político común, con carteles de José Ramón adaptados a los tiempos. Yo fui uno de esos niños de José Ramón, de los libros de Santillana, ahormado con felicidad en la nueva España socialista, y no puedo sino sentir cariño por la estética coreana blanda del primer felipismo. Ahora ya todo parece una parodia, y el cartel en el que González se abraza con Sánchez y el sórdido lobista del narco venezolano es una perversión que cabría denunciar si quedasen fuerzas y alguien estuviese escuchando. Por cierto que ha desaparecido de los carteles joseramonianos el mundo post-marxista de la producción nacional, porque ya sabemos que ahora la política sólo va de pintar dinerito en Frankfurt y consagrar derechos subjetivos en papel.
Algo he aprendido estos años: para mucha gente socializada, valga la redundancia, en el socialismo -sí, también el de Felipe- el partido es la nación
Leo que ha dicho Almunia -¡el PSOE bueno!- que se reconoce tanto en el partido del 82 como en el del 2022. En vano se rasca uno por estas cosas. Algo he aprendido estos años: para mucha gente socializada, valga la redundancia, en el socialismo -sí, también el de Felipe- el partido es la nación. Y, en caso de duda, pasa el partido primero. Y no tiene nada de raro: al final, una cosa y otra, la nación y el partido, son meros sinónimos de "poder".
Pienso en ese cumpleaños tan lejano del 17, y en la poderosa pedagogía que ha ejercido el partido vertebrador de la España del 78 desde entonces. Había muchos amigos socialistas que hoy negarían la historia reciente de nuestro país: los pactos estructurales con toda la purria parlamentaria; las reformas legales al gusto de los sediciosos; las prioridades dementes que han enterrado ese reformismo no ya ingenuo, sino casi lunático, que compartimos. El país auténtico, el socialismo auténtico, no era el nuestro, pobres pijillos jugando a ser élites de un país que carece de tal cosa; sino el de Sánchez, élite realmente existente, y su apisonadora de realidad. Y el rodillo nos pasó por encima a los que no éramos socialistas, pero tanto más a los que sí lo eran; aunque en la embriaguez de la victoria todavía no se hayan dado cuenta de ello.