Toda sociedad está en constante y precario equilibrio pues, como la materia, tendemos a la entropía. Antes de la covid, España pasó por la anomalía histórica de, durante generaciones, no haber conocido alguna de las constantes en la historia de la humanidad: hambruna, guerras y pestes. O catástrofes naturales, por añadir una más y cuadrar el póker.
Estos cuatro jinetes del Apocalipsis del anti-bienestar nos sonaban a algo lejano, acontecimientos exóticos que les sobrevienen siempre a los demás, como los accidentes de tráfico o el cáncer. Parecían incluso incorporar un papel fundamental en la pieza teatral de la que éramos protagonistas: ejercer la función del “podría ser peor”. Me ha dejado la novia, pero podría estar como ese niño africano y famélico que me mira desde la marquesina del autobús. No es de extrañar que, con la crisis económica de 2007, proliferaran las charlas TEDx y que las historias de superación en YouTube acumularan récords de visitas.
Resurgieron con fuerza también los activismos como eje existencial desde el que dar sentido a uno mismo y a cuanto le acontece. Un fenómeno humano tan viejo, por otro lado, como Adán. Cuando Nietzsche nos habla de la muerte de Dios no lo hace de forma épica o triunfal. Esa actitud ya la habían explotado cien años antes los filósofos de la Ilustración. El pensador alemán sólo recoge y disecciona los resultados y nos advierte de que son muy pocos los que mantienen la calma cuando deciden que el único significado que pueden otorgar a sus vidas proviene de ellos mismos y no del exterior. Por algo lo llama Nietzsche el super hombre y no el vecino del quinto.
Cuando Nietzsche nos habla de la muerte de Dios no lo hace de forma triunfal. Esa actitud ya la habían explotado cien años antes los filósofos de la Ilustración
Si somos honestos -en un orden intelectual, al menos- sabemos que el sentido que le podamos dar a nuestras acciones y a nuestra existencia es más bien arbitrario, en tanto en cuanto el único criterio y el único juez del asunto es uno mismo. Y es precisamente ese anhelo de sentido lo que reclama algo absoluto. De ahí que se nos presenten, básicamente, dos opciones: o creer en un Dios absoluto, o absolutizar cualquier actividad, objeto o idea.
“Mire, yo no absolutizo nada. Soy leído y ponderado, y asumo con garbo la insoportable levedad del ser. No soy guerrero del progresismo, ni mucho menos un meapilas de toda la vida.”
Ésta fue, durante bastante tiempo, la actitud de aquellos a quienes se supone que debíamos fiar y confiar el destino del mundo, pues no se dejaban llevar por las pasiones, eran firmes defensores de la libertad individual y depositaban una fe inquebrantable en las bondades de la prosperidad económica. Nunca consideraron la importancia de la moral o el tipo de relaciones sociales que conviven en el seno de una comunidad puesto que, al fin y al cabo, se supone que esas cosas han de circunscribirse al ámbito de lo privado. Nunca se les pasó por la cabeza pensar que ese prisma desde el que contemplaban el mundo, ese enfoque supuestamente aséptico podía ser, a su vez, una visión moral tanto de la sociedad como del mundo.
La pandemia ha evidenciado la debilidad de los cimientos existenciales e intelectuales de los que tanto presumían
Especialmente, no se dieron cuenta de la debilidad que entrañaban sus postulados. No hablo ahora de la cara de atontados con la que contemplan la hipermoralización rampante que vive occidente, como si fuera algo completamente ilógico e inesperado y no la consecuencia natural de haber ignorado algo tan humano como lo es respirar o tener relaciones amorosas. No, no hablo de eso.
Pienso más bien en cómo están reaccionando ante la embestida de la covid. En cómo este episodio ha sacado a la luz la debilidad de los cimientos vitales e intelectuales de los que tanto presumían. Entiendo que ha de ser relativamente sencillo jugar a convertirse en una versión mejorada y actualizada de Montesquieu con un chorrito de Hayek cuando se disfruta de trabajo estable y salud. Me viene a la memoria el chiste: “Feminista hasta que tiene un hijo, comunista hasta que funda una empresa, ateo hasta que empieza a desplomarse el avión”. Podríamos añadir “ilustrado y liberal, hasta que llega la pandemia”. Parece que el virus ha provocado que algunos se revuelvan inquietos en sus sacrosantas bibliotecas, pues recuerdan que existía un concepto al que no le habían prestado mucha atención pero que vendría bien rescatar ahora, el de despotismo ilustrado: “La libertad y los derechos humanos se suspenden hasta que dejéis de poner en peligro mi salud, pedazo de idiotas.”