Este país acostumbra desde tiempos inmemoriales a rendir pleitesía a quien viste traje, bata o túnica; y eso ha generado algunos efectos adversos bastante lamentables. Convengamos en que el especialista de cabecera del Reino ha sido durante los últimos tiempos el doctor César Carballo, “urgenciólogo y comunicador sanitario”, que se esfuerza cada día por informar de la situación epidemiológica en España, pero también en disparar el nivel de tristeza y preocupación que agita las vidas de los ciudadanos desde que arreció la plaga de covid-19.
Sucede que este tipo de divulgadores parecen tener una especial propensión por el catastrofismo, al igual que las televisiones, que hace mucho tiempo que cometen el error de confundir el acto de informar con el de acollonar. Camus advirtió en La Peste que son más temibles las epidemias morales que las biológicas y es imposible estar en contra de la afirmación tras haber observado el penoso espectáculo que se ha desplegado día tras día desde febrero de 2020 en la inmensa mayoría de los medios de comunicación.
Entre todos ellos han conseguido que este virus provoque una fuerte sensación de culpabilidad y eso no es casual, pues se debe a la incesante labor de un grupo de periodistas y especialistas que consideran idónea la estrategia de alarmar constantemente sobre la posibilidad de que nuestros familiares se infecten como consecuencia de nuestras negligencias.
El propio Carballo escribía hace unos días lo siguiente: “Mis medidas de seguridad antes de la cena (de Navidad): 1) Ninguno con síntomas (si es así = PCR antes); 2) Medidor de CO2 y adecuada ventilación de la habitación; 3) Prueba de antígenos a todos antes de la cena; y 4) todos vacunados, salvo los niños; y los mayores de 60 años con tercera dosis”. En otras palabras: es como si todos los comensales de la cena de Nochebuena estuvieran sentados sobre una bomba que podría explotar ante cualquier movimiento inadecuado. Implica comer el asado aterrorizados.
Una cena de Navidad en tensión
Quizás las vedetes mediáticas de mesa de tertulia o conexión en dúplex están deslumbradas por el brillo de los focos y son incapaces de caer en la cuenta de las consecuencias de estas constantes señales de alerta, que también tienen la capacidad de cegar a quien las recibe. Pero cabría preguntarles: ¿Se han puesto en la piel del peso que puede caer sobre la conciencia del ciudadano cuyo familiar enferme diez días antes de la cena de Nochebuena? ¿Y si muere? ¿Se considerará durante toda su vida un homicida?
Y lo más relevante: ¿Acaso no existía hasta 2020 la posibilidad de contagiar la gripe en estas cenas? Según el Instituto Nacional de Estadística, fallecieron en 2019 un total de 1.459 personas en España; y no es ningún secreto que esta enfermedad alcanza su pico en invierno. ¿Cuántos asesinos de Nochebuena nunca fueron juzgados? ¿Merecería la pena establecer un tribunal para interrogar a quienes acudieron con resfriado a este encuentro?
La gran epidemia de la época contemporánea es el miedo, es decir, el sentimiento irracional más común, pero amplificado en estos tiempos por medios de comunicación que buscan audiencia a costa de sensacionalismo. Y por supuestos especialistas que consiguen atención con mensajes constantes de alerta.
Miedo desatado
La estupidez de nuestros tiempos se ilustrará a partir de una bolsa de cierre hermético, con cinco botes de líquido, en la cabina de un avión. O en ese trozo de plástico que inventó una empresa –¿adivinan qué comunicador científico está detrás?- para evitar contagios de covid-19 con el roce de la boca con el vaso al beber. O en ese discurso de Pedro Sánchez en el que proponía la creación de Arcas de Noé para confinar a los contagiados que no vivieran solos. O en esos ancianos que, aterrados, limpiaban sus zapatos con un gel hidroalcohólico tras volver del supermercado. O en quienes compren un medidor de CO2 para reducir las probabilidades de cargarse a la abuela en la cena de Navidad. "Abre un poco más la ventana, que ha subido el nivel". Terrible.
En mitad de este remolino de tensión, cansancio, preocupación y tristeza ya hay quien ha aprovechado para pegar un bocado a las libertades –no hay más que ver todo el protocolo que implica viajar- o para montar contrarrevoluciones de chalados conspiranoicos. Es pura teoría freudiana: cuando al individuo se le aplican más restricciones de las que puede soportar, comienzan los comportamientos irracionales y neuróticos.
Mientras tanto, en su tertulia televisiva favorita, usted observará cada día a un grupo de periodistas y expertos que se empeñan en alertar sobre la pandemia, censurar la alegría y, de cara al corto plazo, hacer que los ciudadanos acudan a la cena de Navidad con el corazón en un puño. Hay que tener cuajo y hay que tener jeta. Pero gracias a esa actitud esta gente vive muy bien. A costa, claro, de que la existencia del español medio haya empeorado considerablemente.
¿Prudencia? Claro, sin duda. Raro es quien a estas alturas no sabe de las precauciones básicas para evitar los contagios en interiores. ¿Miedo? A quienes lo inyectan en la sociedad a través de esas plataformas mediáticas tan nocivas conviene no mirarlos más.