Antes de que comience el combate los dos contendientes se miran, se miden el uno al otro con el rabillo del ojo, se saludan seria y maquinalmente, y luego corren a refugiarse en el calor de los suyos. Es la costumbre. Tratan de concentrarse mientras su gente de confianza les anima: “Venga, a por él. Lo tienes ganao”. En los asientos del público no cabe un alfiler. En el aire hay cierto olor a pólvora, a venganza, quizá un poquito también a rencor. En realidad no se llevan mal; ambos son personas civilizadas, cosa que no se puede decir de algún otro que hace bien poco tiempo ocupó su lugar. Aunque sí, huele a momento decisivo. Casi a sangre.
Pero aún no ha llegado la mitad del primer set cuando las cosas van quedando claras. Los dos rivales, Carlos Alcaraz y el italiano Jannik Sinner, se están dejando la vida en la cancha desde el primer minuto. Compiten ambos con una fiereza, con una sinceridad y al mismo tiempo con una nobleza que se ve pocas veces. Pelean cada punto, cada bola, como si fuera el último de su vida, con la más absoluta generosidad, con un derroche de facultades que mantiene a los presentes casi sin respiración.
Un par de días antes, en el Senado, huele también a bronca, a navaja, a reyerta. Los dos contendientes, Sánchez y Feijóo, se miran de soslayo con aire medio malhechor y sonríen solo a los suyos, que les jalean. Pero el asunto no empieza bien. Feijóo se ha quejado de que el otro, como presidente, podía hablar todo el tiempo que quisiese, y él no. El público no lo terminaba de entender: el político conservador lleva años y años disfrutando de ese mismo privilegio en Galicia, donde ha sido presidente hasta hace poco; ¿de qué se sorprende? ¿Quiere, acaso, una raqueta más grande que la del otro?
Dos chiquillos (porque son dos chiquillos: 19 años Carlitos, 21 el italiano) que demuestran un talento inaudito y que creen de verdad en lo que hacen. No ceden. No cejan
En la cancha de Nueva York, el público (24.000 personas) se da cuenta muy pronto de que lo que están viendo es algo seguramente irrepetible. Dos chiquillos (porque son dos chiquillos: 19 años Carlitos, 21 el italiano) que demuestran un talento inaudito y que creen de verdad en lo que hacen. No ceden. No cejan. Muy pronto comienza el gigantesco coro de los gritos de asombro, pero no solo allí. Cuando, en el segundo set, Alcaraz devuelve una bola envenenada golpeando con la raqueta por detrás de la espalda, y es imposible pero la bola entra, y el atónito italiano apenas sabe cómo responder, y Carlitos gana el punto, el Arthur Ashe Stadium estalla de admiración. Pero, repito, no solo en Nueva York. En mi calle son las cuatro de la mañana, pero se oye un aullido de júbilo semejante al que suena cuando la Roja marca un gol. Hay mucha gente despierta viendo el tremendo partido.
Un par de días antes, en el Senado, las tribunas de invitados están ocupadas por los partidarios de uno y de otro, y sobre todo por periodistas. Yo creo que son estos los que han decidido que aquel “duelo al sol” es muy importante, aunque no esté del todo claro para qué. Sánchez habla interminablemente sobre esto y aquello, con su habitual tono animoso y cantarín, tan parecido al del padre prefecto de los jesuitas de mi infancia. Feijóo le replica más o menos igual, no hay mucha diferencia. Ambos leen frases que les han escrito otros y que el público, escaso tanto en el hemiciclo como ante los televisores, ya se sabe porque las ha oído cien veces. Eso sí, los parlamentarios de cada grupo hacen todo el ruido que pueden con sus palmoteos y alharacas. Se distinguen algunos bostezos.
Alcaraz, por el contrario, no tiene ese saque brutal (o esta vez no lo usa) pero es un artista, un creador inagotable, un genio capaz de improvisar acrobacias que solo se ven en los videojuegos
En Nueva York se está viviendo un verdadero drama. Hay dos fuerzas de la naturaleza frente a frente. Sinner, el italiano, es un chaval gélido, imperturbable, seguro de sí mismo, y cuenta con un saque que recuerda al cañón de 120 milímetros del carro de combate M1 Abrams. Alcaraz, por el contrario, no tiene ese saque brutal (o esta vez no lo usa) pero es un artista, un creador inagotable, un genio capaz de improvisar acrobacias que solo se ven en los videojuegos. Ambos tienen una fortaleza física que parece no tener límite, sobre todo el español. Pero son dos titanes. Sinner, más que italiano, parece islandés, o sueco, o lapón, por lo frío. Alcaraz es España pura, es el Diego Velázquez del tenis: una tormenta de belleza, de técnica y de imaginación. Pero estamos atenazados por la angustia: Alcaraz, que ha ganado el primer set, ha perdido (por los pelos) los dos siguientes y todo indica que, desanimado, va a perder también el cuarto, lo cual sería el final. Parece desnortado… pero solo lo parece. Levanta una angustiosa bola de partido y ahí cambia todo. Cuando gana –sí, es imposible, ya lo sé, pero lo gana– el cuarto set, entramos todos en los territorios de la épica. Ya sabemos que nunca vamos a olvidar este partido. Ni a este par de críos que parecen caídos de otro planeta.
Un par de días antes, en el Senado, Sánchez y Feijóo discuten sobre algo que tiene en un sinvivir, con el alma en vilo, a todo el país. Usted me ha insultado, dice uno. No, no: me ha insultado usted, replica el otro. Perdone pero usted insulta muchísimo más que yo, responde el primero. Qué dice, hombre, qué dice –contesta el segundo–, si usted se pasa la vida insultando, lo sabe todo el mundo. Las risas (por turno) de los asistentes, asombrados por el prodigioso ingenio, la brillantez expositiva y la altura intelectual de sus respectivos líderes, logran despabilar a los que se estaban durmiendo. Que eran unos cuantos.
En Nueva York, Alcaraz se grita a sí mismo “¡toro, toro!” para darse ánimos en el quinto y último set. Ha abierto la caja de la música celestial y lo que hace, después de casi cinco horas de un esfuerzo físico brutal, es simplemente inconcebible. Está en estado de gracia y el impenetrable italiano, por primera vez, se queda sin ideas, flaquea, tiembla, le fallan esas piernas larguísimas que, con tres zancadas, seguramente lo sacarían del estadio. Los miles de personas que permanecen allí (son las dos de la mañana en el Artur Ashe; en mi calle ya ha amanecido) están, o estamos, en trance o puro delirio. A los brillantes comentaristas de televisión, entre ellos el gran Álex Corretja, hace ya tiempo que se les acabaron las palabras para describir lo que todos estamos viendo.
Sánchez recita una malvada colección de frases –colección preparada por sus asesores– que Feijóo pronunció tiempo atrás. Va usted justito, le dice
En el Senado, un par de días antes, Sánchez recita una malvada colección de frases –colección preparada por sus asesores– que Feijóo pronunció tiempo atrás. Va usted justito, le dice. Es usted capaz de mentir sin que se le mueva un pelo, le dice. O es un insolvente o tiene mala fe, le dice, cada vez más ingenioso. A alguien se le ocurre, por fin, una frase digna de ser anotada: los dos próceres “están unidos por la falta de propuestas”.
En Nueva York, Sinner falla la última bola y Alcaraz se deja caer al suelo, exhausto, abrumado, feliz por la victoria. Un segundo después los dos genios se funden en un estrecho abrazo y se felicitan, con lágrimas en los ojos. Los dos saben que volverán a encontrarse decenas de veces y que cada una será mejor que la anterior. También saben que, en realidad, podía haber ganado cualquiera de los dos y así estaría bien, porque ambos lo merecían más que de sobras. Y el público, que casi desde el principio dejó de vitorear solo a su jugador preferido y empezó a aplaudir la inmensa belleza de todas las grandes jugadas, está igualmente feliz, porque quien de verdad ha ganado con este partido ha sido el tenis: un deporte en el que, más que contra un rival, compites contra ti mismo.
Tras el debate del Senado, que tanto ha contribuido a dignificar la política ante los ojos de los (escasísimos) ciudadanos que lo vieron, los periodistas, analistas y comentaristas comienzan a explicar, según costumbre, quién ganó el debate y por qué. A eso se ha reducido todo.
En Nueva York, alguien dice en inglés que lo que acabamos de ver es uno de los tres mejores partidos de tenis de todos los tiempos, junto con la final de Wimbledon de 2008 (Nadal ganó a Roger Federer) y la final del Open de Australia de este mismo 2022 (Nadal venció a Daniil Medvedev). Pues quién sabe. Partidos inolvidables ha habido muchos. Pero como este de Alcaraz y Sinner, muy pocos.
En España, dos días después del debate en el Senado, cuesta trabajo encontrar a quien se acuerde de qué pasó allí y por qué. El lunes que viene no lo recordará ya nadie.
La pregunta es: en esto de los grandes duelos, ¿Quién tendría que aprender de quién?
unidospode0S
¡Bravo!