Opinión

El odio

Mucha de la intolerancia y la violencia que hemos visto en el País Vasco y ahora en Cataluña se enmascara como odio virtuoso, políticamente justiciero

La pasada celebración de Sant Jordi no transcurrió de forma apacible para los militantes del PP y Vox en Cataluña, pues la jornada estuvo salpicada de altercados en diferentes localidades catalanas. La carpa de los populares fue atacada en la Plaza Mayor de Vic por militantes de la CUP, según informó el presidente del PP en aquel municipio. Los de Vox a su vez denunciaron incidentes en Sabadell, Moncada y Reixac, Igualada, Barberà del Vallès, Vilasar de Mar, Reus, Rubí, Lérida y Lloret de Mar. En algunos sitios fueron ataques con pintura a los tenderetes o escraches animados con el consabido ‘Fuera, fascistas, de nuestros barrios’. Las imágenes más llamativas fueron grabadas en Lloret, donde un rapero y su pareja insultaron y la emprendieron a golpes con la candidata de Vox y sus acompañantes. ‘Dais puto asco’ o ‘que os muráis todos’ fue lo más bonito que dijeron a los agredidos.

Son de lamentar las agresiones, amenazas e insultos, que no pueden considerarse incidentes aislados cuando se repiten por la geografía catalana. Tampoco puede decirse que nos cojan por sorpresa, pues el patrón coincide con lo que sabemos por los informes del Observatorio Cívico de la Violencia Política en Cataluña, de acuerdo con los cuales los ataques contra los partidos en aquella comunidad son llevados a cabo casi fundamentalmente contra las formaciones no independentistas (el 84% de los incidentes registrados en 2020). Según este último informe, los de Abascal encabezan el listado con 23 ataques registrados contra ellos, seguidos por el PSC con 13 y Ciudadanos con 9, mientras que Junts o la CUP no sufrieron percance alguno. Los datos son cuando menos llamativos.

Ello no es impedimento para que los portavoces de ambos grupos anuncien públicamente que el cambio del reglamento va dirigido expresamente contra los representantes de Vox

No lo es menos la ausencia de condenas por parte de otros partidos tras los incidentes, de la que se quejó amargamente Pau Ferran, candidato del PP por Vic. El silencio resulta clamoroso si pensamos que en estos momentos se tramita por la vía de urgencia extraordinaria una propuesta de reforma del reglamento del Parlamento de Cataluña con objeto expreso de prohibir ‘los discursos de odio e intolerantes’ en la Cámara. Según consta en la exposición de motivos del proyecto de ley, los promotores están muy preocupados según parece por las crecientes manifestaciones de odio e intolerancia en la sociedad catalana.

La cosa es chocante cuando vemos que la reforma está promovida por los parlamentarios de Esquerra Republicana y la CUP, a cuyos militantes o simpatizantes se atribuyen alguno de los ataques. Ello no es impedimento para que los portavoces de ambos grupos anuncien públicamente que el cambio del reglamento va dirigido expresamente contra los representantes de Vox, el partido que más agresiones ha sufrido en los últimos años en aquella comunidad. Parece el mundo al revés.

Los episodios de violencia e intolerancia no se limitan con todo a los partidos políticos, como vienen experimentando en carne propia los integrantes de las asociaciones estudiantiles constitucionalistas en las universidades catalanas. Los ataques de los radicales contra las carpas o actos de S’ha Acabat son incontables y se suceden con alarmante regularidad en distintos campus catalanes. Sin ir más lejos, el último tuvo lugar el pasado 20 de abril, cuando un grupo de encapuchados trató de expulsarlos de la feria que se celebraba en la Autónoma de Barcelona, lo que requirió la intervención de los antidisturbios para impedirlo. Tales agresiones han ocurrido repetidamente sin que en muchos casos las condenaran los rectores catalanes, siempre prestos a pronunciarse sobre tantas cosas; cuando lo han hecho, han sido declaraciones tibias en los términos más indeterminados posibles, del tipo ‘lamentamos la situación de tensión’. Deeply concerned.

El fascismo abarca a todos aquellos que defienden ideas contrarias a la suyas y contra él se justifica el odio y la violencia en sede parlamentaria, sin que eso suscite el rechazo que cabría esperar

Ha sido todavía peor cuando el asunto de las agresiones en los campus se ha tratado en el parlamento autonómico, como sucedió cuando una multitud de antifascistas vociferantes destrozó una carpa informativa de S’Ha Acabat en la UAB y acosó a sus integrantes. Al día siguiente de los hechos Eulàlia Reguant, portavoz de la CUP, subió a la tribuna del Parlament para solidarizarse con los agresores (¡faltaría más!), dándoles todo su apoyo: ‘Antifascistas siempre y, por tanto, todo el apoyo a los estudiantes que ayer en la universidad frenaron una vez más al fascismo y lo expulsaron de las universidades públicas’. Eso en la misma Cámara donde dicen estar tan preocupados por el auge de la intolerancia. Por lo que se ve, el fascismo abarca a todos aquellos que defienden ideas contrarias a la suyas y contra él se justifica el odio y la violencia en sede parlamentaria, sin que eso suscite el rechazo que cabría esperar.

Fijémonos en alguno de las consignas que gritan los radicales contra los estudiantes de S’Ha Acabat, como ‘Pim pam pum, que no quede ni uno’. ¿No se parece mucho a una expresión consumada de odio? Lo pusieron de moda los CDR contra la policía, por cierto. Habría entonces que preguntarse si hay manifestaciones de odio políticamente aceptables y otras que no. Pues da que pensar que la reacción contra los llamados ‘discursos de odio e intolerantes’ es bastante selectiva y se presta a ser manipulada políticamente según convenga.

Sin duda, la mala prensa del odio está más que justificada. Como explicaban los clásicos, nace de pensar que el odiado es mala persona, en general o en su trato con nosotros, y consiste en desearle algo malo. Al contrario que la ira, que experimentamos en el calor del momento contra personas concretas por afrentas sufridas (o que creemos haber sufrido), el odio puede ser frío y cronificarse por largo tiempo. No menos importante, puede dirigirse contra clases enteras de personas, es decir, contra individuos únicamente por el hecho de ser parte del colectivo detestado.

Podemos odiar al otro aunque no nos haya hecho nada, simplemente por ser la clase de persona que es; y no sólo deseamos que algún mal le sobrevenga, sino que querríamos que no existiera

Aristóteles apunta además que el odio es implacable, a diferencia de la ira: mientras la segunda busca que el otro sufra en venganza, los que odian desearían la aniquilación de aquellos a quienes odian; ‘que cesen de existir’, dice el filósofo. Por ello puede considerarse la forma más extrema de animadversión, pues podemos odiar al otro aunque no nos haya hecho nada, simplemente por ser la clase de persona que es; y no sólo deseamos que algún mal le sobrevenga, sino que querríamos que no existiera. Cuando hablamos de colectivos, los miembros de la clase detestada quedan subsumidos bajo una etiqueta social indiferenciada: sencillamente, para el que odia el mundo sería mejor sin esa clase de gente.

Hasta aquí el clásico. No nos damos cuenta, sin embargo, de que el sentido del odio ha cambiado decisivamente en las últimas décadas, desde que el sintagma ‘hate crimes’ (‘hate speech’ vendría después) se difundió en los ochenta en los Estados Unidos para designar homicidios con motivación racial. Ahora abarca un abanico más amplio de actitudes de rechazo o menosprecio, al tiempo que se estrecha quiénes pueden ser blanco del odio, pues viene a designar ‘las creencias y sentimientos negativos que un individuo alberga acerca de los miembros de otros grupos a causa de su raza, religión, u origen étnico’, lo que se ha ido extendiendo progresivamente a otros colectivos definidos por la orientación sexual, el sexo, etcétera. Si tradicionalmente el destinatario del odio podía ser cualquier persona o grupo, ahora se restringe a los miembros de ciertos grupos o minorías socialmente vulnerables, a causa del historial de opresión e injusticia que arrastran históricamente.

Los críticos de la persecución de los discursos del odio vienen alertando hace tiempo de ese peligro de aplicación tendenciosa, que termina sirviendo como baza oportunista en la lucha política

Esa evolución tiene algo positivo, pues llama la atención sobre la discriminación que sufren ciertos grupos minoritarios. Pero encierra un peligro si fija una concepción sesgada del odio, basada en la tipificación rígida de ciertas manifestaciones de odio como los casos por antonomasia o exclusivos, cegándonos en cambio a la hora ver otras, como la intolerancia por motivos ideológicos o la simple hispanofobia, tan patente en los nacionalistas catalanes. No en vano los críticos de la persecución de los discursos del odio vienen alertando hace tiempo de ese peligro de aplicación tendenciosa, que termina sirviendo como baza oportunista en la lucha política.

Hay una paradoja en todo esto si pensamos en la consigna del ‘pim pam pum’, pues buena parte de la intolerancia actual se presenta en ciertos sectores de opinión como odio irreprochable. Eso revela una significativa ambivalencia en el modo en que contemplamos hoy en día el odio como fenómeno político. Por una parte, lo juzgamos algo socialmente nocivo y rechazable en general como pura expresión de malevolencia. Al tiempo hay quienes presumen políticamente de odiar a los malvados, o a los que toman por tales, pues ya decía Plutarco que el odio a la maldad está entre los sentimientos que se alaban. Jugando con esa ambivalencia, mucha de la intolerancia y la violencia que hemos visto en el País Vasco y ahora en Cataluña se enmascara como odio virtuoso, políticamente justiciero. No se me ocurre mejor ejemplo que la retórica del antifascismo.

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