Opinión

El escándalo del Barça, paradigma de la política clientelar

No seremos un país moderno en tanto no nos escandalicemos sonoramente de las prácticas clientelares de 'los nuestros'

  • El presidente del FC Barcelona, Joan Laporta -

¿Qué tienen en común el asunto de los árbitros del Barcelona, el bloqueo y politización del CGPJ, el nombramiento de un exministro del gobierno para el Tribunal Constitucional, el caso de las facturas de Laura Borràs, el nombramiento de parientes para cargos públicos o los casos Gürtel o Bárcenas?

Pues, salvando las distancias cuantitativas y cualitativas (y su carácter probado o no), lo que tienen en común es que en todos ellos alguien, un agente, que ejerce o va a ejercer algún tipo de poder y representa intereses de una comunidad o de un principal recibe favores de alguien a quien se le va aplicar ese poder, un cliente, que tiene intención de que se le favorezca. Con ello salen beneficiados quien tiene ese poder y aquel a quien se le aplica favorablemente y que paga, pero salen perjudicados el interés general de la comunidad o principal y las empresas, jueces o competidores que, como no pagan, son excluidos, siendo más competentes o eficientes.

Es decir, en todos ellos existe una relación clientelar o clientelista. El clientelismo se define como la “práctica política de obtención y mantenimiento del poder asegurándose fidelidades a cambio de favores y servicios”. En el caso del Barcelona, un poderoso equipo de fútbol supuestamente paga a un importante cargo del estamento que controla los árbitros que van a pitar en los partidos en que juega ese mismo equipo contra otros, se puede uno imaginar para qué; en los casos de corrupción económica, quien tiene el poder adjudica contratos a quienes le pagan, para sí o para el partido, para que los adjudicatarios ganen más dinero hinchando los presupuestos o gastando menos de lo que lo harían otros competidores, con lo que hay un lucro particular del político-agente y de la empresa adjudicataria y una pérdida del Estado-principal que recibe menos de lo que paga; en los casos de acceso a ciertos Tribunales u órganos rectores, lo que ocurre es que los nombrados acceden a una carrera más brillante a cambio de que tengan en cuenta los intereses de quienes les nombran en las decisiones que luego tengan que tomar, en detrimento de los intereses generales de justicia e igualdad y de los méritos de otros candidatos que no habrían tenido en cuenta aquellos intereses particulares. Por supuesto, quién es el patrón y quién es el cliente es una cuestión de fuerza y sumisión, pero en todos ellos existe un problema de agencia en el que los intereses de generales o del principal quedan menoscabados por los intereses particulares de quien ostenta el poder y quien se beneficia de él.

El clientelismo será siempre un second best frente a un sistema en el que operen la justicia, la igualdad, el mérito y capacidad; el Estado de Derecho, en suma

¿Es eso malo? Bueno, hay que reconocer que la realidad es la que es, y distinguirla del deber ser. Como dice el sociólogo Salvador Giner en sus “postulados sociológicos sobre la naturaleza humana”, los seres humanos están dotados de una fuerte tendencia a maximizar su dicha y bienestar subjetivos según se lo permitan los recursos, y la estructura social y moral del mundo; y, además, los lazos comunitarios son un criterio decisivo para la cooptación de posiciones sociales significativas para quienes las otorga (nepotismo, favoritismo). La cosa se agrava si tenemos en cuenta que, desde una perspectiva económica, puede resultar racional el clientelismo, porque sobornando nos aseguramos unos resultados que no obtendríamos de otra manera, y particularmente si las instituciones reguladoras o de poder no son seguras. Piénsese en un país en que quisiéramos invertir y que no sea un Estado de Derecho: quizá la única manera sea sobornar a quien ostenta el poder para evitar regulaciones arbitrarias o abusivas o incluso la expropiación.

Pero ¿es eso admisible en un país como España? Aparte, por supuesto, de consideraciones morales, el clientelismo será siempre un second best frente a un sistema en el que operen la justicia, la igualdad, el mérito y capacidad; el Estado de Derecho, en suma. Lo único que puede asegurar el crecimiento económico -por el triunfo de los más eficientes-, la verdadera justicia –porque tenemos los jueces más independientes- o partidos de fútbol en los que gane el mejor –porque los arbitrajes son neutrales- es que se cumplan las reglas diseñadas para garantizar que políticos o gestores actúen en beneficio de quienes crean esas reglas, es decir, en beneficio de los intereses generales.

Como somos forofos, disculpamos al presidente del Barcelona cuando dice que lo de los árbitros “es un tema de Madrid”, y que “en Cataluña nadie habla de eso”

Y aunque tenemos los mimbres institucionales adecuados, aun hoy cuesta en nuestro país reconocer la importancia de esta neutralidad institucional en la aplicación de las normas. Todavía se disculpa al alcalde corrupto que, aunque se ha llenado los bolsillos de dinero B, ha construido, con sobreprecio, un polideportivo del que disfruta el pueblo; o se admite el nombramiento de amiguetes para cargos en instituciones que deberían ser neutrales porque son de nuestro partido y así “entra la democracia en todas las instituciones”; o, como somos forofos, disculpamos al presidente del Barcelona cuando dice que lo de los árbitros “es un tema de Madrid”, y que “en Cataluña nadie habla de eso”, mezclando ominosamente la emocionalidad del forofismo con la del nacionalismo. “Para quien es guiado por el sentimiento, la solución a cualquier cuestión es fácil”, decía Fernando Pessoa; y si el sentimiento coincide con el interés, la alianza es casi invencible. Y lo malo es que da la impresión de que en los últimos tiempos la emocionalidad y el interés van para arriba y la racionalidad para abajo.

No seremos un país moderno en tanto no nos escandalicemos sonoramente de las prácticas clientelares de los nuestros; porque hacerlo de las de los contrarios es en sí misma una práctica clientelar, en la que consentimos lo malo a cambio de una magra descarga de dopamina. Claro que ello exige el esfuerzo de ir contra nuestros instintos más básicos. Pero es que en eso consiste la civilización, eso es verdaderamente “lo público”: que las normas sean iguales para todos, que sepamos elegir al más competente sin olvidar al más necesitado, que no triunfe el que está más cerca del poder, el que tiene más poder o el que paga al poder. Sólo así un país crece y avanza.

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