Hay debates que no admiten más demora. El sistema de elección de los representantes políticos a través de listas abiertas es uno de ellos. El poco edificante espectáculo vivido en el pasado reciente en el Congreso de los Diputados alimenta la idea, ya nada disimulada, de que los partidos son los dueños de los escaños y los aparatos de esos partidos, los caciques del botón pulsador. Y ello provoca momentos bochornosos que laminan la calidad de nuestra democracia parlamentaria. Votar en favor o en contra (o abstenerte) de un asunto concreto no tendría más trascendencia de no ser por lo morboso de descubrir, cuando sucede, a quienes se saltan la sacrosanta disciplina de voto, una ley no escrita que sirve para cohesionar la defensa de un programa en torno a sus portavoces representados en una cámara legislativa pero que, en determinados momentos -más de los debidos-, acaba generando una servidumbre mancomunada que limita el derecho de los diputados a su autonomía e independencia de criterio.
El Tribunal Constitucional ha subrayado en numerosos pronunciamientos el protagonismo principal de los partidos para la participación política, ejerciendo de herramienta de transmisión y cohesión con el precepto recibido por los ciudadanos. Pero también ha avalado, con mayor profusión, la autonomía del diputado frente a toda orden imperativa. Hay un desequilibrio práctico evidente en la teoría constitucional que nadie quiere o se atreve a corregir. Pero que acaba por ahormar el sistema a los caprichos y vaivenes de una élite política cada vez más alejada de las necesidades y problemas reales de la sociedad. Porque exigir a un representante público que vote contrariamente a lo que su moral dicta entra en conflicto con lo expresado por diferentes sentencias del Constitucional desde 1983 (el escaño y su uso pertenece al diputado) y circula en dirección opuesta a lo que manifiestan los artículos 67.2 de la Constitución Española, que subraya que los parlamentarios no están sujetos a mandato imperativo, y 79.3, que reafirma que el voto de los diputados y senadores es personal e indelegable. El voto de obligado cumplimento, so pena de ser multado, castigado, apartado o enviado al ostracismo político hasta el final de la legislatura es inmoral, dudosamente legal e inconstitucional. Por tanto, no debería ser la norma.
Ni disciplina de voto ni dudosos códigos éticos internos deben superponerse a una realidad indubitable: nos debemos a los ciudadanos y a ellos debemos rendirles cuentas
Es decir, no se debería obligar a los diputados a votar lo que las direcciones de partido les impongan por mor de un conchabeo coyuntural de despacho, oportunismo político sociológico o encuesta de última hora. Sí, te presentas por unas siglas, a las que representas y defiendes y con las que estás de acuerdo en lo sustancial. Y es pertinente respetar esa disciplina de voto, garante también del buen funcionamiento de todo grupo político. Pero ante todo defiendes un programa y un espacio ideológico, unas ideas y unas convicciones que no deben someterse al arbitrio del maquiavelo de turno que, entre bambalinas, altera los motivos por los que concurrió a unas elecciones y le votaron. La conciencia va más allá de la moral, tiene que ver con el respeto a los principios que te hicieron defender una causa. Si te presentas con un programa, tienes que defenderlo hasta el final. Y si el aparato de un partido decide, sin comunicar al conjunto de los miembros representantes del mismo, el cambio de criterio que vulnera el compromiso por el cual se accedió a las urnas, debe dar autonomía al cargo en cuestión para que vote como considere oportuno. Porque de lo contrario, estaría traicionando el propio contrato con el ciudadano por el cual concurrió al proceso electoral, aunque dicho proceso nazca viciado por el sistema de listas cerradas y bloqueadas. Y aquí, ni disciplina de voto ni dudosos códigos éticos internos deben superponerse a una realidad indubitable: nos debemos a los ciudadanos y a ellos debemos rendirles cuentas, porque son ellos quienes nos pagan el sueldo. Por tanto, son los que nos deben exigir responsabilidades sobre la dirección de nuestros actos, entre ellos, el sentido de un voto. Pensar que la conciencia aquí no tiene espacio y sí limites obedece a criterios y personalismos propios de mentes totalitarias.
Por ello reclamo la manumisión de los diputados, esto es, que el partido de turno deje libertad a estos para votar lo que consideren que mejor representa al conjunto de los ciudadanos, entre ellos y fundamentalmente, sus votantes, a los que se deben por compromiso moral y de urna. Lo que planteo como exigencia imperiosa a considerar, debatir y votar es la de modificar un sistema electoral que permita listas abiertas y que los representantes actúen y voten de manera coherente a sus convicciones éticas y morales, ejerciendo de hilos conductores de las necesidades, intereses y problemas de los electores de su circunscripción y/o distrito. Cambiar la dictadura del aparato, el Estado de partidos, por la libertad del representante, del individuo.
Una reforma a fondo, tanto de la ley electoral como del Reglamento del Congreso, permitiría alcanzar a los diputados más autonomía, y ejercer una verdadera representación de cercanía con el elector
Nuestros jefes son los votantes, no el amanuense que al dictado de otro anuncia quién debe ir en un listado atado y bien atado. No hay que confundir al procurador con el juez. El que hace las listas jamás debe dictar las sentencias. Una reforma a fondo, tanto de la ley electoral como del Reglamento del Congreso, permitiría alcanzar a los diputados más autonomía, y ejercer una verdadera representación de cercanía con el elector, al que se debe por encima de todo.
Cuando Voltaire dijo que “nuestro peor enemigo es el aburrimiento” no contaba con la política española. Ni con el Estado de partidos, vulgo partitocracia, que carcome la veraz, real y sincera representación que define y fundamenta toda democracia liberal. Si tanto predicamos el consenso, practiquémoslo en todo, también en aquello que más demanda la sociedad, aunque interese poco o nada a los partidos, y especialmente, a sus aparatos.