Con la campaña electoral, a muchos nos está pasando lo mismo que nos pasa con el Viernes Santo en la ciudad en que nací: que vamos allí a ver a los nuestros y a esquivar la tabarra de las procesiones, cosa difícil porque, incluso con lluvia, están por todas partes. Ya no tienen la mística y la austeridad de hace tres o cuatro décadas: se han convertido en un desfile de moda nazarena, en una exhibición de presuntuosidad en la que participa todo el mundo con sus túnicas de colores, sus capillos, sus bordados, sus guantes, sus cirios y sus varales plateados. Cumplen su función: atraer a miles de turistas, pero hace años que yo no veo ni siento a ningún dios en medio de este espectáculo.
Pues con la campaña es igual: es una pantomima innecesaria, azuzada tan solo por el (por lo visto) elevado número de indecisos. Nadie escucha a nadie, ni aprende, ni modifica su posición previa. Es mucho más importante en qué cadena se va a celebrar un debate, y quién va, y quién no va, que lo que en ese debate se va a decir. Eso es aburrido y tan solo lo despabila un poco la chulería de la extrema derecha -Cayetana, que es como una ménade frenética pero peinada por los estilistas de Telva-, que ha perdido el pudor a decir barbaridades y eso entretiene al público, lo mismo que lo entretienen los papones o costaleros bailando un paso delante del Ayuntamiento.
Los españoles tenemos fama de gritones. No la tienen los franceses o los británicos, que en realidad gritan bastante más en su vida diaria, pero es verdad que nosotros somos voceones. El pasado día 15, por ejemplo, a eso de las nueve de la noche y en televisión, la BBC daba en directo las tremendas imágenes del incendio de la catedral de Notre Dame. La CNN, también. La Fox norteamericana, también. Los portugueses. Los franceses, desde luego, y los chinos, y los de Russia Today, y los de Al-Jazeera: todos con el terrible fuego en directo.
Si ven ustedes a Sánchez en la tele, hagan una prueba: quiten el sonido y pongan un discurso del Papa emérito, a ser posible en alemán: encaja perfectamente
Todos menos el canal de RTVE 24 horas, que emitía una reyerta de seis políticos catalanes llamándose de todo en un plató. La trifulca era de tales proporciones que los traductores simultáneos, que eran varios, sudaban para verter al castellano aquella gallera en la que todo el mundo hablaba a la vez. Y en realidad daba lo mismo, porque lo importante no era qué se dijesen (que eso ya nos lo sabemos todos) sino cómo: aquellas voces superpuestas, en la que parecía ganar quien más o mejor gritaba.
La voz, el tono de la voz, la dicción, es casi lo primero que los directores de campaña tratan de modificar en los políticos. Cuando Margaret Thatcher decidió presentarse a la presidencia del Partido Conservador británico, los líderes (todos hombres) se reunieron con ella, supuestamente para hablar de política. En realidad era un examen. "Tiene que bajar el tono de voz", le dijeron, "nunca ganaremos las elecciones con esa voz de pito que usted tiene. Fuerce la voz hacia abajo". Lo hizo. Se acostumbró a hablar como un barítono verdiano y fue primera ministra durante once años: sus compañeros de partido tuvieron que conspirar de firme para sacársela de encima. Su éxito no se debió solamente a la voz, desde luego. Pero sin la voz no lo habría conseguido.
Ahora es igual. En campaña, los políticos tienen un tono de voz del que no se salen ni aunque les den un martillazo en un dedo. Saben que el medio es el mensaje y que la forma transmite el fondo mucho mejor que los propios contenidos. Iñaki Gabilondo, hace unos días, se refería al candidato -mejor fuese decir ecce homo- del PP, Pablo Casado. Le decía: "Es posible que dentro de unos cuantos días sea usted presidente del Gobierno. Es posible. Así que, por favor, deje de hablar como si fuese el abanderado de una tuna". Dio en el clavo. Casado, en sus apariciones públicas, sonríe, sonríe, no deja de sonreír; dice las barbaridades que dice como si le hicieran gracia, cantarín y sandunguero, como si estuviese vendiendo el último crecepelo de su vida, como si las cintas que adornan su capa fuesen un trocito de su corazón, no te enamores, compostelana.
Sánchez es otra cosa. Le habrán dicho: "Pedro, tú eres moderado y tienes que hablar como moderado. No te exaltes, no te pongas nervioso. Cuando se te vaya a escapar un taco, acuérdate de Benedicto XVI". Y le funciona. Si ven ustedes a Pedro Sánchez en la tele, hagan una prueba: quiten el sonido y pongan un discurso del Papa emérito, a ser posible en alemán: encaja perfectamente. O un disco con los Oficios de Semana Santa de Tomás Luis de Victoria, por ejemplo: ha interiorizado tanto la voz jesuítica posconciliar que ya da casi lo mismo lo que diga, le sale todo como si estuviese murmurando aquello de "no tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu iglesia". Lleva haciéndolo mucho tiempo. Y le funciona.
Importan las formas, no el fondo, y la campaña es una pantomima innecesaria azuzada tan solo por el (por lo visto) elevado número de indecisos
Iglesias es lo mismo pero más. Acostumbrado desde niño al tono mitinero (todavía se le levanta el puño en el Congreso cuando le aplauden, como un reflejo muscular), tiene que hacer verdaderos esfuerzos para aparentar moderación, contención y compunción, y lo que le suele salir es un gimoteo muy difícil de creer. Es como el lobo de Caperucita tratando de fingir la voz de la abuela. Pero el suyo es un caso aparte, porque está haciendo una campaña para perder, como alguna vez hizo Marchais en Francia para que ganase Mitterrand; eso dice mucho de su sentido de Estado, pero corre el riesgo -y lo sabe mejor que nadie- de que lo despedace su propia manada, muy poco acostumbrada a la paciencia y demasiado ansiosa de creerse sus propios sueños.
Rivera es la excepción. Habla como una ametralladora y eso no va a haber director de campaña que se lo quite. Se siente cómodo en la improvisación, piensa muy deprisa y esa es su naturaleza: por eso resulta tan creíble y saca tanto de quicio a sus detractores, porque, con todos sus defectos, es fácil creer a Rivera. Ya veremos lo que sucede cuando vuelva a contradecirse (algo propio de todos los partidos de centro europeos desde la segunda guerra mundial) y acabe llegando a acuerdos con el PSOE, acuerdos que ya se están gestando, para hacer sólida la gobernación del país.
De Abascal no sabemos mucho. Se comporta aún como el típico dueño del bar que, el 22 de diciembre, aún no se cree que le ha tocado la lotería; se pone muy nervioso en público, y saluda y tira besos hacia ninguna parte, como los novatillos. Todavía le impone mucho la presencia de tantas cámaras. Hay quien dice que su equipo procura que hable lo menos posible, porque este señor con mirada de Mefistófeles tiene las luces que tiene y ni un vatio más, y se le suele notar. Lo fía todo a su empujón inicial, al cabreo de los votantes del PP y a la cara dura -como Cayetana- de su mensaje, al que le pasa lo que a la princesa triste de Rubén Darío: que ha perdido la risa, que ha perdido el pudor.
Hacía Julio Cortázar un sutil juego de palabras con un aria de Rossini que se titula Una voce poco fa. En español se entiende muy bien que la broma está en la coma. No es lo mismo decir "Una voz, hace poco..." que "Una voz hace poco". Esto último no es verdad. Una voz hace mucho. Y pronto lo veremos. De momento, sigamos con las procesiones, qué remedio nos queda.