Aquí todos los que están ubicados en la derecha o en la izquierda no hacen más que referirse al centro. Como si se tratara del centro del universo. Vivimos en un tiempo de palabras y sería difícil contabilizar la cantidad de gente que vive de la palabra, y no me estoy refiriendo a escritores y periodistas, que la tenemos como principal instrumento de trabajo.
La política, sin ir más lejos, se ha ido convirtiendo en el imperio de las palabras. Da lo mismo lo que signifiquen, porque la gente lo que quiere es escucharlas en las voces de los líderes y de los idiotas, tan dados a amalgamarse. Últimamente las de los idiotas han subido muchos enteros en la apreciación social y están bien pagadas, siempre y cuando cultiven la memez. Aseguran que la memez es principio básico del éxito y de la publicidad, y de ahí viene todo lo demás. Si la palabra descubre algún ángulo oscuro lo mejor es darla por no oída.
Habría que dar un premio semanal a la palabra que ha pasado desapercibida y que sin embargo delata. Por ejemplo, José María Aznar, que es un fabricante de palabras y donde cabe desde la majadería al vacío expresivo -yo últimamente no le entiendo, y a fe que lo intento esperando una idea que por edad y experiencia le corresponden, pero he llegado a la conclusión de que, salvo cuando habla en spanglish en el rancho de Bush o en el catalán de su intimidad, tiene alguna deficiencia fónica-. No pronuncia, saliva. Conviene por tanto estar atento. El otro día calificó ante los medios que la reciente sentencia sobre las hipotecas era “populismo jurídico”. ¡Toma ya! Populismo jurídico, un hallazgo semántico para una idea muy simple. Todo lo que no gusta a derecha e izquierda se ha cubierto con el mantra de “populismo”. Nadie parece estar libre del virus populista, basta con no estar de acuerdo con él o que te jorobe mucho. ¡Eso es populista!
Sánchez es tan fatuo que pide moderación a Casado sin pensar que la soga a la que se agarra sirve tanto para saltar a la comba como para ahorcarse
Sin embargo, el premio a la memez solemne lo ha tenido el presidente Sánchez en sede parlamentaria. Afectado porque el PP tiene un dirigente de esos que no puede desaprovechar una oportunidad para tocarle los cojones -no creo que haya metáfora más ajustada- a su rival, y por la dinámica propia de las cosas de la política seguirá así hasta que el otro se digne a convocar elecciones -cosa muy mal vista para la colección de adhesiones incondicionales de tertulianos y periodistas-, pues resulta que Sánchez dirigiéndose a la bancada del PP les dijo algo que aún retengo como la prueba de que estamos ante un taimado sin sentido del ridículo.
“Vuelvan al camino de la moderación”. Les ha quitado legítimamente el gobierno, ha producido un cataclismo en el PP, les ha obligado a cambiar la cúpula…y ahora les recomienda moderación. Es tan fatuo que en vez de pensar que tiene una soga tan pequeña que sirve tanto para saltar a la comba como para ahorcarse, les pide a los enemigos, a los que dejó a los pies de los caballos, que se moderen. O le falta sentido del ridículo o le sobra cinismo. Del adversario sirve todo menos el consejo.
¡Qué bien le ha venido VOX a las tropas gubernamentales, incluidas cantineras, proveedores y demás golfería que describió Bertolt Brecht en “Madre Coraje”! Estamos en tiempos difíciles para los trabajos eventuales y no hay nada tan eventual como los designios políticos. Y no les viene bien porque la incógnita electoral VOX pueda morder los tobillos del PP - eso les trae sin cuidado y cuando se lamenten ya encontrarán un argumento para justificarse-. Les viene bien porque alimenta a la parroquia; la llena de buena conciencia. Les viene bien porque les confirma que la extrema derecha existe y por eso tienen que volver a la moderación…para que la izquierda, entre caviar y académica, pueda seguir con una mano delante y otra detrás, haciendo el ridículo para negociar su supervivencia.
VOX viene bien para que la izquierda caviar y académica, con una mano delante y otra detrás, siga haciendo el ridículo y negociando su supervivencia
La descripción del centro es una falacia compartida entre la derecha y la izquierda; lo único existente. La desaparición de la clase obrera como ente político y la aspiración de la ciudadanía a convertirse en clase media creó ese fantasma que se da en llamar centro derecha o centro izquierda, como quien escoge mostazas al gusto para la hamburguesa.
¿Qué tendrá que ver con la izquierda el PSOE, no digamos ya el PS de Cataluña o el de Asturias, organizaciones de intereses y núcleos de corrupción institucional? Son partidos de centro, o lo que es lo mismo, interesados en la conservación del estatus adquirido, si es posible aumentándolo. Bastaría un repaso somero a las medidas del Gobierno Sánchez, todas demoradas hasta después de las elecciones, con o sin presupuestos, y aún en el alero.
La derecha española, y la catalana y la vasca, nunca fue centro de nada. La única vez que lo intento fue con Adolfo Suárez y ellos mismos lo defenestraron. Suárez creó un instrumento, la UCD, que no podía satisfacer las ambiciones de las derechas, por eso obró por su cuenta hasta que el juego llegó demasiado lejos e intentaron liquidarle -incluso físicamente; ya lo escribí hace muchos años en “Ambición y Destino”-. Gozó de las mieles de la popularidad, efímera gloria, porque tenía los resortes del poder, que se llama BOE, pero hasta eso te lo pueden quitar. La UCD quedó subsumida en la Alianza Popular y sus muchos enanitos. Adolfo -aquel “chuletón de Ávila, poco hecho”, según expresión de la derecha rampante- se quedó en icono, que como ya se sabe, son más útiles muertos que vivos.
El centro derecha es una ficción estadística para designar la ambición por la tranquilidad y los buenos negocios. Cuando el presidente Sánchez reconviene al PP y le sugiere que camine por la senda de la moderación, no se engañen, está pidiendo árnica, una pausa, para que el aliento de la derecha no le impida ser el gallito de un corral sin más gallinas que los periodistas, quienes no osan preguntarle qué santo advenimiento le llevó ¡en cinco meses! de considerar lo que era un golpe de Estado, con rebelión fallida que lo echó al traste, en una especie de trifulca callejera entre bandos rivales.