Opinión

Kissinger o la 'realpolitick': un siglo de la historia del mundo

En nuestro tiempo llegar a los cien años no es motivo para que, a tu muerte, los periódicos se dignen a consignarlo en portada. Gracias a la extensión de la esperanza de vida son muchos los que alcanzan esa edad e incluso la superan unos cuantos años. H

  • Xi Jinping y Henry Kissinger durante una reunión en Pekín.

En nuestro tiempo llegar a los cien años no es motivo para que, a tu muerte, los periódicos se dignen a consignarlo en portada. Gracias a la extensión de la esperanza de vida son muchos los que alcanzan esa edad e incluso la superan unos cuantos años. Haber sido secretario de Estado tampoco es motivo para asegurarse la inmortalidad. Desde la fundación de Estados Unidos ha habido un total de 71, algunos legendarios como Cordell Hull, que lo fue durante once años en la época de Franklin Delano Roosevelt, o John Foster Dulles, que, a las órdenes de Dwight D. Eisenhower, se encargó de diseñar la arquitectura internacional de posguerra. Con Henry Kissinger sucede algo parecido con la diferencia, eso sí, de que Hull o Foster murieron al poco de dejar el cargo mientras que él lo ha hecho casi medio siglo más tarde y su recuerdo permanece intacto.

Otra peculiaridad de Kissinger es que ni siquiera nació en Estados Unidos, lo hizo en la Alemania de Weimar. Era hijo de un maestro de escuela de Baviera que, tras la llegada de los nazis al poder, decidió emigrar a Nueva York con toda su familia. En aquel momento el joven Henry, que aún se llamaba Heinz, tenía quince años. Haber emigrado tan mayor tuvo como consecuencia que nunca perdió del todo el acento alemán. Le matricularon en un instituto del norte de Manhattan y luego estudió contabilidad con la idea de emplearse después en alguna empresa de la City. La guerra mundial truncó sus planes. En 1943, un mes después de que cumpliese los 20, adquirió la nacionalidad estadounidense y a renglón seguido fue llamado a filas. Era listo y sabía alemán a la perfección, eso le llevó de cabeza a la inteligencia militar donde pasaría los tres siguientes años.

A su vuelta a Estados Unidos ingresó en la universidad, pero esta vez en Harvard, donde se doctoró en filosofía. Quiso convertirse en agente del FBI, pero la Fundación Rockefeller le hizo una oferta para trabajar como analista. Eso le metió en la órbita de Nelson Rockefeller, un republicano que intentó tres veces llegar a la presidencia y nunca lo consiguió. La última de ellas fue durante las primarias de 1968. Rockefeller se medía con Richard Nixon, antiguo vicepresidente de Eisenhower apeado por un puñado de votos de la carrera presidencial por John Fitzgerald Kennedy en 1960. Nixon se impuso al demócrata Hubert Humphrey por la mínima y se convirtió en el trigésimo séptimo presidente de Estados Unidos. Seis años más tarde saldría con deshonra de la Casa Blanca, pero esos seis años le bastaron a Kissinger para convertirse en una de las personalidades más célebres del mundo.

Había que ser realista y abandonar el idealismo wilsoniano que había presidido la política exterior estadounidense desde la paz de Versalles. No se podía acabar con los soviéticos, Estados Unidos tendría que conformarse con contenerlos y buscar la distensión

Nada más tomar posesión del cargo Nixon le nombró consejero de Seguridad Nacional y en septiembre de 1973 le ascendió a secretario de Estado. Sobrevivió al Watergate y se mantuvo en el cargo durante la presidencia de Gerald Ford hasta 1977. Cuando los republicanos abandonaron el Gobierno en enero de ese año la política exterior de Estados Unidos había sufrido una transformación radical. Kissinger daba por hecho que la Guerra Fría duraría mucho tiempo y que las dos potencias armadas hasta los dientes tenían que entenderse y respetar sus respectivas áreas de influencia. Había que ser realista y abandonar el idealismo wilsoniano que había presidido la política exterior estadounidense desde la paz de Versalles. No se podía acabar con los soviéticos, Estados Unidos tendría que conformarse con contenerlos y buscar la distensión.

La contención se cifraba en tratar de que el comunismo soviético no se expandiese más de lo que ya lo había hecho. Pero aquellos años fueron muy agitados. La práctica totalidad de las colonias europeas en África y Asia accedieron a la independencia, un proceso que en Moscú se veía como una oportunidad de sumar socios al bloque del este. Pero la Unión Soviética no era la única gran potencia comunista. Desde 1949 China se había convertido en una república popular, la más poblada del mundo. Las relaciones con Estados Unidos estaban congeladas, todo el apoyo era para el Gobierno de Chiang Kai-shek, que se había refugiado en la isla de Taiwán tras la guerra civil china. Para Kissinger la China popular era una baza estratégica que no podían dejar escapar. Rivalizaba con la URSS, con quien tenía disputas fronterizas e insistía en su derecho a desarrollar el socialismo por su cuenta sin tutela soviética. Los chinos deseaban tener su propia clientela en extremo oriente sin que los soviéticos se entrometiesen en ello.

Kissinger supo ver esa fisura en el campo socialista y convencer a Nixon de que había que normalizar las relaciones con China aún al precio de traicionar a los taiwaneses. La realidad debía imponerse. Taiwán era un insignificante islote al que se le podían ofrecer algunas garantías, China un gigante que por sí mismo contendría a los soviéticos en su propio terreno. A su juicio la política exterior no iba de sentimientos, sino de evaluar adecuadamente las propias fuerzas y las ajenas. Estados Unidos no tenía intereses en Asia más allá del cinturón de archipiélagos que iba de Japón a Filipinas. El resto no era de su incumbencia y sólo le había traído dolores de cabeza. En 1950 la guerra de Corea acarreó un coste altísimo a cambio de volver al statu quo ante bellum. Años más tarde la guerra de Vietnam persuadió a los estadounidenses de que allí nada se les había perdido. Se trataba, a fin de cuentas, de contener a los soviéticos, y ese trabajo lo podía hacer la China de Mao Zedong persiguiendo sus propios intereses.

El mismo criterio adoptó en otras zonas calientes como oriente próximo. Hoy nos parece una región revuelta, pero lo estaba mucho más en los años 60 y 70. Entre 1967 y 1973 se produjeron dos guerras entre Israel y sus vecinos árabes. Entre medias hubo un estado de guerra permanente, la llamada guerra de desgaste auspiciada por el egipcio Gamal Abdel Nasser. Estados Unidos apadrinaba a Israel, pero no quería que países como Egipto o Jordania cayesen en la órbita soviética. Kissinger aplicó la misma receta. Judío de nacimiento, simpatizaba con Israel, pero, una vez más, no se dejó llevar por sus sentimientos. Buscó el acercamiento con los países árabes, especialmente con Egipto, al que consideraba la llave de aquella región. Tras la muerte de Nasser en 1970 se abrió la ventana de oportunidad. Su sucesor, Anwar el-Sadat, era un tipo mucho más razonable con quien se podía llegar a un acuerdo

Para entonces era realmente famoso. No había revista de gran tirada que no hubiese colocado su foto en portada, concedía continuamente entrevistas y se reclamaba su presencia en cualquier acto

Como había hecho antes con los chinos puso en marcha su diplomacia itinerante y no se detuvo hasta conseguir el compromiso por parte de egipcios e israelíes de firmar una paz que llegaría en 1979, dos años después de que Kissinger abandonase la Casa Blanca para establecerse como consultor privado. Para entonces era realmente famoso. No había revista de gran tirada que no hubiese colocado su foto en portada, concedía continuamente entrevistas y se reclamaba su presencia en cualquier acto. Se le tenía por un genio de la geopolítica a pesar de que había combinado aciertos con errores de bulto. Su empeño en proyectar el poder estadounidense ocasionó más de un disgusto. Fue de él la idea de bombardear Camboya, un desbarro que trajo a los jemeres rojos. Pero a eso también supo darle la vuelta. Tras la intervención en Camboya se abrió a negociar con los norvietnamitas y eso le reportó el premio Nobel de la Paz de 1973 junto al vietnamita Le Duc Tho. Ese mismo año apoyó el golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile. Veía en Allende una infiltración soviética en su área de influencia. El realismo debía imponerse. Pinochet era un general golpista, de eso no cabía la menor duda, pero era su general golpista. Algo similar sucedió poco después con la junta militar en Argentina. Dio su visto bueno y les dejó hacer. Con idéntica frialdad actuó en Bangladés durante su guerra de independencia de Pakistán. Nixon se puso del lado de los pakistaníes que perpetraron varias masacres por temor a que Bangladés, donde operaba una guerrilla comunista, cayese en la órbita soviética.

Estudios sobre el liderazgo

Pocos tuvieron en cuenta las sombras de Kissinger cuando pasó al sector privado con Kissinger Associates, una consultora neoyorquina especializada en geopolítica y en relaciones públicas. Kissinger tenía la mejor agenda del planeta. Todo el que era alguien se había hecho una fotografía con él, las universidades se lo disputaban para dar conferencias muy bien remuneradas y era un asiduo de grandes eventos. Conforme iba cumpliendo años su figura de patriarca le abrió todas las puertas. Los presidentes de Estados Unidos le llamaban a la Casa Blanca para departir con él en el sofá del despacho oval. Escribió tres veces sus memorias, la primera en 1979 poco después de salir del Gobierno, la última en 1999. No paró de entregar libros a la imprenta, el último, Liderazgo: seis estudios sobre estrategia mundial es del año pasado, lo escribió con 99 años y ha sido traducido a varios idiomas, entre ellos el español. La cabeza le funcionaba a la perfección y hasta el final era plenamente consciente de que se le admiraba con la misma intensidad que se le odiaba. Quizá por eso mismo consiguió mantener su nombre en lo más alto uniéndolo de paso a un siglo de historia del mundo.

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